Con la terminación de la Feria, por fin le dimos puerta al mayo cordobés, que empezó en abril o en marzo o quizás antes o yo qué sé cuándo, porque en los últimos meses esto ha sido un no parar. Culminamos la etapa con calor, como aquí está mandado, y muchos -no todos, porque esto es curioso: los gordos, están más gordos, y los delgados, más delgados- con algún que otro kilo de más. Y todavía quedan las comidas de despedida, antes de meternos de lleno en la temporada de vacaciones.

Por eso, porque nadie se acuerda de Santa Bárbara hasta que truena -menos en Cerro Muriano, que la tiene por patrona- y porque estamos en ese momento del año en que no hace falta estar en la playa o en la piscina, para mostrar las carnes en libertad, toma protagonismo lo que ha dado en llamarse operación bikini; es decir, subsanar en tiempo récord el resultado de los excesos cometidos durante todo el año. Las cervecitas, las copitas, las tapitas; los desayunos opíparos; los bocadillacos de media mañana; el chocolate con churros o los pasteles de la merienda... Del almuerzo y la cena, mejor no hablar.

Entre mis amigas, el tema de conversación recurrente es la dichosa operación bikini y los planes de adelgazamiento, que incluyen comida y ejercicio físico. O sea, que a la restricción alimenticia se le añade el matadero del gimnasio, que da un hambre horrorosa o las caminatas, que tienen el mismo efecto, pero con menos glamour. Así que hablamos continuamente de las dietas: la de la piña y el pollo, la de la sopa quemagrasas, la de las proteínas, la de la fruta, la clásica de la verdura cruda o cocida y el pescado o la carne a la plancha o la tortilla francesa. También sale el tema de las pastillas, las hierbas y las infusiones adelgazantes; las legales y oficiales, no el maremagnun que circula por internet, sea legal o no.

Desde luego, la dieta más efectiva es la de los famosos Supervivientes, que están en una isla, prácticamente sin comer -les dan lo mínimo para asegurarse de que no se mueren-. Al cabo de tres meses, vuelven todos delgadísimos, después de haber perdido veinte, treinta o cuarenta kilos. Allí, las discusiones saltan frecuentemente por si uno se ha comido un par de lapas sin compartirlas con nadie, por si el arroz no está equitativamente repartido o por si pescan todos o sólo unos pocos.

Aunque para no comer, ya que nuestra propia casa no sirve, también y mucho más cerca, hay hoteles-clínicas que cobran una pimporrada por matarnos de hambre. La verdad, prefiero el vapor y la plancha.