Cuando hay un hombre honesto en el ruedo que se vale del valor y la verdad como únicas armas, cuando se está dispuesto a tirar la moneda al aire a pesar de que la recompensa pueda ser mínima y cuando su propia vida queda en un segundo plano, al servicio siempre del espectáculo y de su propio orgullo, la plaza de Las Ventas se rompe de verdad. Exactamente así, estuvo Rafaelillo, un torero ya veterano y curtido en mil batallas cuya sinceridad hace engrandecer su propia alma tarde tras tarde. Podrá gustar más o menos en lo artístico, pero lo que es innegable es que en su toreo no hay ni una migaja de mezquindad. El concepto del murciano brota del corazón, cimentándolo sobre los mimbres de la entrega y la franqueza. Y eso que tardó en entrar en la tarde, después de no acabar de salir de detrás de la mata en su primero, un «adolfo» noble, frenadito y a menos, que se dejó sin más, y con el que anduvo simplemente aseado. Lo gordo vino en el cuarto, un toro que fue avieso; muy tardo, arreando y volviéndose en un palmo, a la caza del torero, hasta que directamente se negó a pasar. La apuesta esta vez de Rafaelillo fue total, sin volverle la cara a la adversidad; y eso que cada arrancada del «adolfo» era una amenaza de atentado a las femorales del de Murcia, que, plantado férreamente en el ruedo y metiéndose entre los pitones, «a la trágala» que se dice por lo mucho que tuvo que aguantar y exponer, logró emocionantes muletazos por lo impensables que eran de antemano.

Qué arrojo, qué gallardía, qué firmeza, qué bien y qué emotivo estuvo Rafaelillo con el toro. Lástima del pinchazo previo a la estocada final, aunque así y todo le pidieron la oreja. Todo quedó en una aclamada vuelta al ruedo.

La derrota de la tarde no fue para Escribano, que sin estar del todo bien tampoco puede decirse que estuvo mal con un lote de lo más complicado. El fracaso lo representó Sebastián Castella, que volvió a corroborar el mal momento que atraviesa al estar «como la Chata» con un lote de triunfo grande. A su primero, de extraordinaria calidad, lo toreó sin compromiso, sin salirse de la línea, es decir, sin sitio, con poco ajuste y siempre para fuera, como si la ambición del pasado le hubiera abandonado.

Y en el quinto, aunque hubo varias tandas muy lentas y muy templadas al natural casi en el epílogo, el grueso de su labor acabó en el limbo otra vez por su propia falta de convicción. H