Ganado: cinco toros de Núñez del Cuvillo y un sobrero de Conde de Mayalde. Los cuvillos, desiguales de presentación y volúmenes, dieron, salvo el deslucido primero, muy buen juego en general.

Juan Bautista: estocada honda desprendida (silencio); pinchazo y estocada (ovación).

Alejandro Talavante: estocada delantera (dos orejas); dos pinchazos y estocada baja (ovación).

López Simón: pinchazo y estocada (oreja); estocada (oreja).

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Los matadores Alejandro Talavante y López Simón compartieron ayer salida a hombros por la Puerta Grande de Las Ventas al final de una corrida marcada por la fuerte tormenta que descargó sobre el coso madrileño y la generosidad de público y presidencia para pedir y conceder un total de cuatro orejas.

No es muy habitual, en la reciente historia de la plaza, que dos toreros atraviesen juntos el umbral de la gloria en la feria de San Isidro, tal y como sucedió ayer en la tarde que sirvió de paso del ecuador de un largo abono en el que el listón de exigencia ha bajado unos cuantos puntos.

Pero el hecho es que la gente está este año acudiendo a la plaza, sobre todo los días señalaítos, con ganas de divertirse a toda costa y con la intención de premiar a los toreros más allá de cuales sean sus méritos sobre la arena, como si los trofeos fueran el baremo de la intensidad de su disfrute.

Con ese talante se premió ya con holgura la faena de Alejandro Talavante, que sustituía al lesionado Paco Ureña, al primero de su lote, un toro terciado y de bonita lámina que repitió con entrega y profundidad a todos los cites del extremeño. La faena tuvo momentos realmente brillantes, como un inicio de rodilla flexionada en el que llevó al toro muy sometido por bajo y que sirvió para mostrar la verdadera calidad del animal, o un cambio de mano al final de una serie de derechazos redondo como una cúpula. En cambio, durante gran parte del desarrollo del trasteo se palpaba la sensación de que Talavante, sobrado y altivo, no terminaba de romperse en los muletazos, manejando las bravas embestidas con una excesiva facilidad técnica y una cierta ligereza de muñecas que restaban contundencia a un trabajo que no alcanzó las cotas para ser, de momento, el único de la feria premiado con el doble trofeo. Tampoco fue malo el quinto, ya con el ruedo convertido en una auténtica laguna tras el aguacero desatado entre una ruidosa tormenta, solo que Talavante no buscó tampoco exprimirlo en pos de una tercera oreja que hubiera dado una mayor unanimidad a su triunfo.

Antes de que se abrieran los cielos, y después de la sobredimensionada faena del extremeño, también paseó una oreja el madrileño López Simón, esta de un sobrero gayumbón y mansote de Conde de Mayalde que le propinó una soberana paliza en dos volteretas durísimas. La primera llegó en el mismo momento en que Simón parecía haber cogido definitivamente el aire a la manejable nobleza del animal, cuando, en el tirón de un cambio de mano, el toro se frenó, le prendió por la cintura y le arrojó contra la arena, donde le buscó con saña aunque sin llegar a herirle. Impresionado el público, apoyó con calor al madrileño durante el resto de un trasteo a mejor pero que acabó, de nuevo, con otro trance de escalofrío: tirándose a matar o morir tras un pinchazo previo, López Simón giró por completo, en una tremenda sacudida, sobre la pala del pitón al tiempo que la espada quedaba enterrada en la misma yema. De puro milagro, también esta vez salió ileso. De la emoción del riesgo evidente llegó esa primera oreja, que el torero de Madrid consiguió doblar en el lodazal en el que se camuflaba la capa jabonera del sexto, un cuvillo de muy buena condición que tampoco llegó a ser apurado por completo por su matador, quien acabó por tirarlo al barro con un soberbio espadazo que volvió a desatar la persistente pañolada.

El francés Juan Bautista ejerció como telonero de los dos triunfadores, tan pulcro e insustancial ante un primer toro sin celo pero dúctil como con un cuarto que acabó asentando sus medidas fuerzas y dejándole estar confiado cuando más arreciaba la tormenta y los nubarrones y los rayos le daban un tono lúgubre al escenario de la fiesta y del derroche.