Diego Urdiales salió a ayer hombros en Bilbao tras cuajar una faena marcada por la calidad de su toreo y su inteligencia lidiadora, que le valió las dos orejas del único toro con opciones del manso encierro de Alcurrucén.

Porque solo hubo un toro que se pudo calificar como bravo entre la pésima mansada que soltó a la arena de Vista Alegre la divisa de Alcurrucén. Y fue precisamente Atrevido, el de pelaje más espectacular y raro de ver en estos tiempos de negrura generalizada: berrendo en colorado, alunarado y caribello.

Cantado desde días antes entre los aficionados precisamente por su singularidad cromática, el toro salió en segundo lugar y tuvo la fortuna de que le correspondiera ser lidiado por Diego Urdiales, que lo lidió con tanta inteligencia como para que fuera premiado con una vuelta al ruedo en el arrastre que, en puridad, no llegó a merecer.

La clave del éxito de torero y toro fue que el riojano le hizo siempre todo a favor de esta vedete bovina, para que aflorara así su mejor virtud, la de una embestida noble, encastada y emotiva, y que quedaran en segundo plano sus también ciertos defectos, especialmente el de la falta de un punto de entrega que restó un mayor recorrido sus arrancadas.

Después de que el berrendo manseara discretamente en el caballo, Urdiales comenzó a amasarle en una faena paciente, dándole celo y confianza para, una vez fijado en la pelea, dejarle la tela en la cara al final de cada pase, sin dejarle pararse ni dudar en el cite.

Le ligó así con maestría tres series con la derecha de creciente intensidad y rematadas con largos pases de pecho. Y, con el toro ya sin inercia, midiéndole los tiempos con precisión, aún hubo otras dos series más de naturales con los vuelos de la muleta a ras de arena, que estuvieron envueltas en la luminosa simplicidad del toreo más clásico.

Saboreó la plaza, donde Urdiales es ya torero predilecto, cada uno de los naturales, deletreados con un regusto añejo que se sublimó en los tres últimos, con el torero ofreciendo el corazón a la embestida con tanta sinceridad como en la lenta estocada por el mismo hoyo de las agujas.

Y, como también pasó con Urdiales el pasado año, el presidente sacó al tiempo, sin esperar a la segura petición, los dos pañuelos blancos para el doble trofeo, antes que el azul de la vuelta al ruedo para el berrendo.

Esos fueron los únicos diez minutos de claridad entre la oscura mansedumbre de la corrida de Alcurrucén, con la que se estrelló, entre pitos y abucheos, un desmoralizado Morante de la Puebla, que sorteó dos imposibles mansos de carreta con los que antes bregó poderosamente, cómo no, su peón José Antonio Carretero.

Urdiales no pudo sacar tampoco brillo de un sobrero negado a la embestida y el joven Ginés Marín se libró varias veces de las aviesas intenciones de un tercero de soterrado peligro.

Pero aún hubo un destello de luz cuando el joven extremeño, que sustituía a su coetáneo Roca Rey, se puso a darlo todo con un sexto vacío y de cortísimas arrancadas, para al menos volver a dejar en claro un valor más que prometedor.