En cuanto al cromatismo de su capa, la corrida fue casi uniforme: todos cárdenos, más oscuros o más claros, casi del mismo gris que las nubes que cubrían el cielo de Pamplona y que descargaron un chaparrón nada más salir al ruedo el cuarto toro de la tarde. Pero si hablamos de juego, los albaserradas de José Escolar ofrecieron todo un catálogo de comportamientos propios de su encaste, casi de un extremo a otro de la amplia gama de actitudes bovinas durante la lidia. Los dos primeros, por ejemplo, rayaron la más absoluta falta de raza, con un comportamiento de vacía mansedumbre, en cuanto que ni se emplearon ni se interesaron nunca en la pelea con Eugenio de Mora y Pepe Moral, quienes, respectivamente, intentaron buscarles las vueltas de manera infructuosa.

Pero el tercero reunió toda la casta que les faltó a sus hermanos, lo que reflejó ya de salida, cuando remató con nervio y por abajo en los burladeros y comenzó a emplearse a fondo ante el capote de Gonzalo Caballero. Después de empujar también con entrega en varas, este Voluntario, cinqueño y de finas hechuras, siguió embistiendo con entrega a la muleta del joven espada madrileño, al que le faltó más aplomo y mando para hacerse con el mando de la situación, lo que hizo que el animal, enrazado pero no tonto, fuera imponiéndose progresivamente en el duelo, cada vez más forma más amenazadora.

Hasta que, por fin, en el inevitable cara a cara de la estocada, el voluntarioso Caballero se arrojó entre los pitones para enterrar el acero, sin que el toro, ya crecido, le permitiera pasar, sino que le prendió secamente por el abdomen, por donde le mantuvo colgado durante unos angustiosos instantes. Se llevaron a Caballero desmadejado hacia la enfermería, con sensación de un grave percance, pero el torero se desprendió a medio camino de las asistencias y de la chaquetilla, para, en un gesto de pundonor, volver a rematar al bravo escolar antes de ponerse en manos de los médicos, que le intervinieron, única y asombrosamente, de un puntazo en la nalga.

Tuvo, pues, que matar tres toros Eugenio de Mora, que hizo valer su oficio y su veteranía para resolver muy distintas ecuaciones: la mansedumbre del primero, el peligro violento del orientado sexto y, la encubierta ductilidad del cuarto. Fue con este con el que más brilló, pues le fue construyendo una estimable faena a base de consentirle y de alargar sus embestidas, aunque sin encontrar el suficiente eco en unos tendidos que casi se vaciaron durante el chaparrón que cayó sobre Pamplona.

La única oreja de la tarde fue esta vez para Pepe Moral, al que cupo en suerte un quinto cárdeno que, pese a esos 580 kilos excesivos para su encaste, desplegó con generosidad unas nobles y largas arrancadas, aunque sin llegar a descolgar por completo su testuz. Para ello agradeció sobre todo el animal la precisión y la suavidad de los cites de Pepe Moral, que acertó con esta decisiva clave de mitad de su larga faena en adelante, cuando llegaron varias series de naturales de muy buen trazo y que, por sí solas, le valieron la oreja que se le concedió aun tras el feo metisaca que cobró antes de la estocada.