En cada uno de los seis capítulos de la corrida de ayer en Sevilla, bien a los toros o bien a los toreros, siempre faltó algo para que se redondeara siquiera una sola faena, incluida la de Talavante que se premió con la única y benévola oreja que concedió la presidencia.

En esa obra del extremeño, por ejemplo, se echó en falta algo más de contundencia o quizá cuajarle una serie más de muletazos a un toro manejable y con movilidad que no acabó de emplearse a fondo tras la muleta.

Entre las largas pausas forzadas por el viento, Talavante le ligó cuatro tandas de pases con ambas manos, en la que su quietud de plantas contrastaba con cierta ligereza en el trazo de las muñecas, hasta que secamente decidió por cortarla y cerrarla con una estocada de la que salió trompicado y que ayudó a la petición de esa único trofeo.

Antes el público había pedido otro también a Morante de la Puebla por una faena en la que la cabeza trabajó para el corazón. Es decir, que la estrategia lidiadora, sabiendo aplicar perfectamente los tiempos y las exigencias a un astado muy justo de raza, fueron la base previa para sostener sus intenciones artísticas. Así, sobándolo y convenciéndolo con paciencia, fue como Morante pudo sacar a ese toro sin clase y sin gran celo una docena larga de muletazos hondos y entregados, solo que el animal no dio para más y el público se quedó con ganas de fiesta. Y más quiso darles Morante con el octavo ejemplar que lidiaba esta feria, el último de las cuatro corridas que ha toreado como base estelar del abono, sin haber obtenido ningún resultado tangible. Quiso, pues, Morante, pero no el toro que, distrayéndose y saliéndose de los embroques con intención evidente de rajarse, no le dejó redondear siquiera un soberbio quite por chicuelinas y otro por verónicas que se quedaron sin remate. Por poner de su parte, el sevillano hasta se decidió a coger las banderillas para protagonizar un tercio solo discreto y desaconsejado por las condiciones del toro, pues obligó a una trabajosa brega a sus subalternos. Y todo para que únicamente un par al quiebro y al hilo de las tablas mereciera la excepción de su repertorio. Así que, cuando tocaron a matar, el toro era ya un enemigo negado y dado a la huida a las tablas de sol, donde Morante no pudo sacarle ni un solo pase completo en el desilusionante ocaso de su feria particular.

Contando con el mal estilo y la áspera mansedumbre del basto quinto, cuyos cabezazos constantes aguantó seguro y firme Talavante, el único lote de triunfo de la corrida se decantó hacia el lado de David Mora. Ya su primero rompió a embestir con claridad y cierto temperamento a la muleta, a pesar del largo puyazo y la desastrosa lidia que recibió en los primeros tercios. Pero aun así el animal repitió sus embestidas con recorrido y un punto de nervio que le dieron emoción al trasteo. De hecho, casi contó más la emoción del toro que la del toreo, pues el madrileño prefirió aprovechar las inercias de cada arrancada desde una colocación menos comprometida y dejando que el animal fuera quien pusiera el empuje al remate de sus cortos y poco templados muletazos. Algo parecido sucedió también con el sexto, el más serio de la corrida, al que Mora muleteó con altibajos técnicos y estéticos hasta que el de Cuvillo se desentendió de la pelea en busca del refugio de las tablas.