En San Isidro, de toda la vida, ha habido tardes que antes de arrancar ya están teñidas del negro más absoluto. La de ayer ya se veía venir desde hace días, fundamentalmente por el baile de corrales que hubo, al rechazar los veterinarios la corrida anunciada de Jandilla y Vegahermosa, y reemplazándola al relance con una de Vellosino que ya aguardaba en los corrales de Las Ventas desde el día de la suspensión por lluvia, hace ya quince días, cuando vino también a sustituir a una de Robert Margé.

El lío estaba servido, la gente protestaba antes incluso del paseíllo, y para qué decir cuando por la puerta de chiqueros fueron saliendo animales de todo tipo, como para conformar un remake del arca de Noé.

En cuanto a los toreros hay que reconocer el mérito que tiene El Juli, al que le tocan las palmas de tango desde que sale del hotel, y que ayer sacó su versión más enrazada y entregada frente al cuarto, aunque algunos siguieran censurándole constantemente.

La espada no fue su aliada y todo quedó en una ovación con los tendidos enfrentándose en una trifulca verbal a favor y en contra del madrileño.

El otro pasaje estimable de la tarde sucedió en el tercero, el menos malo de la corrida por el buen pitón derecho que lució, que aprovechó López Simón para pegarle tres o cuatro tandas de medios pases engarzados. Madrid estaba con él, pero no su espada.

No hubo más. El propio López Simón se estrelló con el desclasado sexto; y Perera, con el lote más deslucido, tiró por la calle del medio con el rajado segundo. H