Hacía tiempo que no se veía torear bajo la luna en Las Ventas. Sin contar los aciagos experimentos de la anterior empresa, el festejo del sábado trataba de evocar a aquellos que se daban en los 90, cuando las nocturnas se instauraron como una fórmula tan novedosa como exitosa.

Ni tanta gente, ni la misma diversión de entonces. Algo falla, desde luego, también el hecho de conformar un cartel de novilleros demasiado nuevos -dos de ellos debutantes- enfrentándose a un encierro de Pablo Mayoral, de procedencia Santa Coloma, ya auguraba lo que iba a dar de sí la tarde, y sin contar todavía la ingrata mansada que les aguardaba en chiqueros.

Se presentaba Javier Moreno Lagartijo, último eslabón de esta dinastía de históricos toreros cordobeses y sobrino biznieto del mismísimo Manolete, pero, lejos de recordar a alguno de sus ancestros, se le notó demasiado bisoño.

A sus manos fue a parar un primero que solamente tuvo el defecto de no humillar lo suficiente, pero, en contrarréplica, lució nobleza, movilidad y fondo para más de lo que le hizo Largartijo, que no se acopló en ningún momento con él. Con el cuarto, mansurrón y desentendiéndose pronto, más de lo mismo. Mucha voluntad del joven cordobés pero sin poder sacar nada en claro en una largo e insustancial trasteo. Le falta mucho rodaje todavía a este “Lagartijo”, que estuvo a punto de dejarse el novillo vivo con el descabello.

El otro debutante, el francés Tibo García, mostró unas interesantes y templadas formas ante su primero, un novillo muy justo de todo al que trató de hacer bien las cosas pero sin alcanzar el lucimiento deseado por lo poco que aportó el utrero, que acabó echándose después de cuatro pinchazos.

El quinto fue, con diferencia, el más complicado. Un novillo masacrado en varas, que se lo guardaba todo dentro, muy a la defensiva, midiendo y al acecho de García, que bastante hizo con salir indemne del trance y solventar la papeleta con dignidad, aunque estuvo también cerca de escuchar los tres avisos.

Más puesto que sus compañeros se mostró el otro francés, Adrien Salenc, que ya se lució en las cadenciosas verónicas del recibo a su primero, un animal que no podía ni con la divisa, de lo más claudicante. El joven galo evidenció oficio para aprovechar el poquísimo fondo del novillo para templarlo a media altura en muletazos, eso sí, de uno en uno. Se le vio sobrado hasta con la espada, de ahí la ovación final.

El sexto fue un regalo, por las complicaciones que desarrolló. No se arrugó Salenc, todo lo contrario, le plantó batalla con arrestos y firmeza, con seguridad y mucha suficiencia. Faena meritoria y valerosa del francés, que robó pases impensables a base de sorprender al animal y anticiparse a sus bruscas acometidas. Qué solvente y qué bien estuvo Salenc, que perdió una más que posible oreja en la suerte suprema.