Por fin, 15 días después de que empezara la feria, se conjuntaron los astros e hicieron que se encontraran un gran toro y un gran torero, Barberillo y Ginés Marín, que compitieron por ver quién contribuía con mayor profundidad a la grandeza del toreo.

Como casi todos sus hermanos, el excelente ejemplar de Alcurrucén tardó en mostrar su verdadera condición durante dos primeros tercios discretos, en los que no se empleó con la absoluta entrega que se guardó para su encuentro en solitario con su lidiador. Y ya fue entonces, sin probaturas, con una fe absoluta en el toro y en sí mismo, cuando Ginés Marín le plantó cara con total sinceridad y una entrega recíproca desde el largo natural con que abrió la faena de muleta.

A cada profunda embestida del fino ejemplar, respondió el joven extremeño con cabal muletazo, templado y de largo dibujo, abarcándolas de principio a fin, desde el embroque hasta el remate, sin esconderse ni acortarlas en su ventaja. Pase a pase, con olés roncos como eco, entre toro y torero fueron redondeando una obra creciente en emoción y en temple, de velocidad cada vez más reducida, con Barberillo siguiendo hasta el último centímetro el recorrido que le marcaban los vuelos de la muleta que Marín manejó con precisión y generosidad.

Contó también para crear tan mágico momento la clásica expresión artística del joven extremeño, que además de recrearse en el toreo fundamental se gustó con la misma pasión en los pases de pecho, en las trincherillas, en los adornos y en un monumental cambio de mano que puso a toda la plaza en pie. Y eso fue justo antes de que, tras una estocada volcándose, se le pidieran y concedieran a Marín, con rotundidad y unanimidad, esa dos orejas que abrían por primera vez a un torero de a pie en esta feria el ansiado umbral de la Puerta Grande, lo que le supone al novel el empujón definitivo hacia la primera fila en el mismo día de su confirmación de alternativa.

Ya con su primero, que se apagó pronto, se había visto a Marín dispuesto y predispuesto, igual que se mostró también toda la tarde su coetáneo Álvaro Lorenzo, que asimismo ratificaba su doctorado, aunque sin que a éste le cupiera en suerte un toro tan completo. Al contrario, el astado de la ceremonia del toledano se rebrincó y defendió con temperamento, soltando constantes cabezazos que no le amilanaron, pues se manejó sobrado de oficio y seguridad. Y en ese mismo aire de asentado temple se mostró con el quinto, que tuvo una docena de estimables embestidas antes de pararse, pero que sólo regaló como compensación a la entrega de su matador.

LA FÓRMULA DE EL JULI / Antes del gran acontecimiento final ya había paseado El Juli una oreja por el anillo venteño. Padrino de las dos ceremonias (mató por eso los toros lidiados en segundo y cuarto lugares) al torero madrileño le correspondió el lote más compensado de la corrida, pues ambos le ofrecieron opciones de triunfo. Y ante los dos aplicó Julián López una misma fórmula lidiadora: la de atacar siempre, la de colocarse muy cerca y con visible ansiedad para controlarles con un dominio apabullante. Pero precisamente por eso, a muchos de los muletazos de Juli, tanto con uno como con otro, les faltó fluidez y les sobró tensión, ese punto de crispación que hizo que ambos animales protestaran y embistieran a empujones, y no con la claridad que apuntaron, a una muleta que no les dejó opciones ni respiros. Logró una oreja que llevaba tres años sin pasear en la plaza de Las Ventas.