La ovación con que fueron recibidos los alguacilillos nada más aparecer en el ruedo avisó, ya antes de que saliera el toro, de las ganas de fiesta con que, como todas las vísperas del día del Pilar, llegó ayer a la plaza el público que por primera vez llenó la plaza.

En cuanto a ambiente, no fue una excepción, aunque el resultado estadístico del festejo no acabara de reflejarlo en orejas cortadas. Y eso que, además, hubo tres toros de buen juego de Juan Pedro Domecq que propiciaron el éxito de los toreros. El mejor fue el cuarto, un animal con volumen que, a pesar de que se dolió de salida de los cuartos traseros, acabó yendo a más en su nobleza y su profundidad gracias a la habilidosa técnica de Enrique Ponce, llegando incluso a ser premiado con la vuelta al ruedo póstuma. La faena de muleta del valenciano fue toda una exhibición de su ya dilatada tauromaquia y apoyada siempre en su elaborada puesta en escena, aspecto que domina tanto o más que el propio toreo.

A lo largo del extenso trasteo de Ponce, que había quedado inédito con su inválido primero, hubo lugar tanto para el toreo clásico, aunque menos profundo de lo que permitía el toro, como para los golpes de efecto y el adorno vistoso, antes de que se dejara en la punta de la espada un triunfo sonoro.

Fue así como la que paseó López Simón del tercero fue la única oreja concedida en toda la tarde y, además, con una excesiva generosidad, porque, más animoso que templado, el madrileño no llegó a exprimir ni a abarcar por completo las entregadas embestidas de otro de los toros destacados de Domecq. En cambio, al sexto, un hondo toro castaño, sí que lo embarcó y lo templó Simón con más criterio y autoridad, sólo que el animal comenzó a desentenderse y a violentarse mediada una faena que ya intentó levantar sin éxito.

También Cayetano levantó clamores en su vuelta a Zaragoza después de muchas temporadas, y las buscó ya desde que recibió a su primer toro con una gallarda larga a portagayola y unos lances tan decididos como embarullados. Fue este un astado de bravo temperamento con el que el torero de dinastía puso toda la carne en el asador, aunque con desiguales resultados.

Como a Ponce, los fallos con la espada le impidieron «tocar pelo» con el toro bueno de su lote, ya que el desrazado quinto se fue desfondado poco a poco hasta afligirse por completo.