Anda estos días el público de Pamplona metido en el fragor de la fiesta e, igual que los concejales que presiden las corridas, disfruta premiando a los toreros con alegre generosidad a poco que consigan algo medianamente lucido delante de los toros. Y es así como esta plaza, históricamente tan temida por la tremenda seriedad de los astados que en ella se lidian y por la dureza de unos tendidos a los que siempre fue difícil centrar en lo que sucede en el ruedo, llega a convertirse en ocasiones en la más fácil y amable del panorama taurino.

Sólo de esta forma puede explicarse que ayer se pidieran y concedieran, en un auténtico derroche, hasta un total de cinco orejas que avalaron la barata y poco justificable salida a hombros de dos de los espadas anunciados. Aun así, conviene abstraerse de tal dispendio orejero para evaluar los verdaderos méritos de cada uno de los trasteos ejecutados a una, en general, más que manejable corrida de los dos hierros de Victoriano del Río. Y por eso hay que hablar, en primer lugar, de Ginés Marín, que fue el torero que marcó las diferencias.

Porque a pesar de sortear el lote menos lucido del encierro, el extremeño logró instrumentar los mejores muletazos de la tarde. Y no tanto los que le sacó a un tercero de poco celo, de una progresiva profundidad solo también con una cierta ligereza que le impidió redondear un trasteo que además no coronó bien con la espada, pero sí los que tuvo su faena al sexto.

Fue a ese último Victoriano, un larguísimo y cornalón ejemplar, al que Marín, a base de temple y aguante, alargó sus en principio sosas y renuentes embestidas para cuajarle varias series de naturales de buen trazo, justo hasta que el animal empezó a salirse de la pelea. En ese tramo corto e intenso se concentraron los mejores momentos de su actuación, y de la corrida, antes de que rematara el trabajo con varias manoletinas mirando al tendido y una estocada fulminante, cuya defectuosa colocación no fue óbice para que se le concediera el excesivo premio de dos orejas. Claro que, ateniéndonos al nada exigente criterio con que se dieron las tres anteriores, al menos la presidenta aplicó algo de justicia, en tanto que la primera se la había otorgado muy alegremente a Sebastián Castella por una faena mecánica y sin intensidad alguna ante el noble y dúctil primero de la tarde.

Del mismo modo, premió también con sobrada amabilidad en cada uno de sus turnos a López Simón: en el segundo toro, únicamente por el impacto que, tras un trasteo anodino, supuso para el público la aparatosa voltereta que sufrió el madrileño al entrar a matar; y en el quinto, aún con menos justificación, por un trabajo machacón y opaco a un astado insulso y de corto recorrido.

Tal y como estaban de frenéticos los pañuelos en Pamplona, si solo una de las seis intervenciones se quedó sin balance positivo en la estadística fue porque Castella pegó un auténtico petardo con la espada, impropio de un matador de su experiencia, después de muletear sin criterio reconocible al toro más desrazado del encierro.