El matador gaditano Octavio Chacón, que dio una vuelta al ruedo, fue de los tres de la terna quien solventó con mayor suficiencia y oficio los casi irresolubles problemas que planteó la mansa y «orientada» corrida de la ganadería de Saltillo lidiada ayer en Las Ventas. Y no solo porque le cupiera en «suerte» el único de los seis con un comportamiento medianamente cercano a lo que debe ser un toro de lidia -para lo que contó sin duda el buen manejo de Chacón- sino también por su actitud irrenunciable para imponerse a la mansedumbre de este encierro infumable.

El hecho de que, en una feria de erráticas decisiones presidenciales, se le concediera a este ejemplar una insospechada y disparatada vuelta al ruedo en el arrastre no logró empañar la excelente impresión que dejó el gaditano en Madrid, donde se le pidió una oreja que, en cambio, no quiso dar el palco pero que hubiera hecho mucho más justicia.

Porque Chacón dio toda una lección de buena lidia, ante un toro al que tapó sus múltiples defectos. Mereció Chacón con este toro mucho más reconocimiento de una plaza que se dice entendida, aunque registrara la peor entrada de lo que va de feria, porque no pudo resarcirse después con un quinto que desarrolló un sentido casi diabólico. Y es que los otros cinco ejemplares tuvieron un comportamiento radicalmente opuesto al toro de verdadera casta brava: quitándose el palo o huyendo de los caballos, esperando, cortando y persiguiendo a los banderilleros con pésimas intenciones.

Con un lote así de pésimo tuvo que vérselas también el colombiano Sebastián Ritter, que compensó su falta de rodaje haciendo un despliegue de valor con el tercero, que no aceptaba tomar dos pases seguidos pero al que él aguantó algún que otro parón y varias coladas escalofriantes. El sexto fue quizá el peor de los saltillos, pues se quedaba como dormido esperando al mínimo descuido para intentar hacer carne, que fue lo que sucedió cuando, tras un desarme, Ritter se quedó al descubierto, el toraco le hizo hilo y le zarandeó con saña hasta derribarle bajo del estribo de la barrera, afortunadamente sin llegar conseguir sus criminales intenciones.

Por su parte, Esaú Fernández se movió entre la cautela y la voluntad con un lote de no tan evidente peligro. El quinto, el más chico del sexteto de mansos, se movió incluso con aparente nobleza pero, en realidad, lo hacía midiendo y sin bajar la cabeza una sola vez por debajo del nivel del estoquillador, por mucho que la «afición» también le tomara por bravo.