El vasto prado se contagia del recogimiento que requiere el momento. El viento se detiene, los periodistas bajan la voz; la silencian. Solo el clic de las fotos rasga la quietud. Acaban de llegar cerca de 200 familiares de los pasajeros del avión de Germanwings. Ponen pie en tierra en Le Vernet, en los Alpes franceses. Tienen delante una montaña que no es cualquier montaña porque justo detrás yacen los suyos. Ellos están en el lado de la vida, aunque dolorosa. Sus seres queridos, en el de la tragedia y la tortuosa labor de rescate de cuerpos.

Participan de un acto elegante, bien tramado, cuyo objetivo es quemar una nueva etapa del duelo. Han venido a despedirse, pero para algunos no es más que un hasta pronto. Muchos coinciden en que volverán, seguramente en verano, cuando los medios estén por otras cosas, cuando nadie les guíe. Descienden de los autocares y todavía en el asfalto les esperan las autoridades locales, incluido el secretario de Estado de Fomento, Julio Gómez-Pomar, y la vicepresidenta de la Generalitat, Joana Ortega. El pésame se da uno a uno, sin escatimar un solo "lo siento". Andares lentos, pero seguros.

A pocos metros, en un campo en ligera pendiente, espera una escenografía pensada para el recuerdo, pero sobre todo para el homenaje. Banderas de los países que han perdido a compatriotas. Agua. Unas mantas. Y un monolito con una inscripción en francés, alemán, inglés y español que rinde tributo a la memoria de los fallecidos en tan desgraciado siniestro. La placa se queda ahí para siempre. Y ahí regresarán muchos en julio o agosto, cuando la vida laboral les dé vacaciones para poder recuperar algo de la emocional.

Un alto funcionario francés toma la palabra. Les señala dónde se encuentran sus familiares, aunque basta seguir el ir y venir de los helicópteros, que a pesar de la solemnidad del momento no pueden perder un solo segundo en las tareas de recuperación de cuerpos. Explica la dificultad del terreno, de cómo los gendarmes de la unidad de montaña están intentando por todos los medios que la espera sea lo menor posible. Su alocución es breve, carente de detalles que solo aportarían más dolor. Nadie tiene preguntas porque nadie está para escuchar o ahondar en el drama. Hoy se trata de sentirse cerca de lo que más querían.

A la breve exposición le sigue el silencio. Todo, bajo el delicado mimo de los psicólogos y asistentes sociales que, en segundo plano, hacen cuanto les piden. Algunos familiares se sientan alrededor del monolito. Depositan rosas y velas. Algunos lloran, se abrazan. Miran a la montaña. Cuando parece que es hora de regresar a los autocares, un aplauso espontáneo rompe el luto y genera un minutos de magia. Lo regalan los familiares al personal de protección civil que lleva más de una hora sosteniendo en pie y de rodillas las banderas. Ellos lo reciben, pero es un agradecimiento a todo el personal en tierra y aire que está intentando devolverles a sus seres queridos.

"Ha sido muy impactante", relata una psicóloga con años de experiencia. "Todo el mundo tenía ganas de expresarse de manera colectiva, aunque fuera a través del silencio", explica. Toni Sánchez, jefe de equipo de respuesta de emergencias de la Cruz Roja, detalla que es momento de "acompañar", de intentar "cubrir todas las necesidades que uno olvida en este tipo de circunstancias trágicas: comer, beber, taparse con una manta". Y sobre todo escuchar, aunque uno no tenga respuestas para nada porque difícilmente haya consuelo para tanta desdicha. "El hecho de saber que ha sido intencionado es un dato que no ayuda a superar esta situación", aporta. Pero nada se dice sobre el copiloto en la hora y media junto a monolito. Ni una sola muestra de odio.

Vuelven a los autocares y se dirigen al polideportivo de Seyne-Les-Alpes, donde se ha instalado una capilla ardiente en la que se va a oficiar una celebración ecuménica para el que entienda la fe como un alivio, un refugio. De nuevo al autocar, da comienzo el regreso a casa vía Marsella. Solo cinco miembros de una misma familia se quedarán algún día más aquí. Pero muchos coinciden en que van a regresar, y quizás entonces se aventuren a andar cuatro horas para llegar al lugar exacto en el que perdieron a sus familiares.

En Le Vernet, cuando parece que nada más va a suceder, llegan un autocar y un minibús. Un gendarme, porque aquí no hay quien confirme nada, asegura que se trata de los familiares de la tripulación, esos cinco compañeros del copiloto que durante ocho minutos trataron de abrir la puerta de la cabina, de razonar con Andreas Lubitz. No lo lograron, y el monolito también es para ellos.