Pablo, como los grandes de espíritu, zozobra constantemente entre la devoción y la duda, entre los ángeles y los demonios, en una misma criatura inspirada, como lo recordara Ricardo Molina, invocando a la ciudad: … en este hermano mío, en cuyos labios pusisteis un aliento no humano… Invocando a la ciudad: … y en el ensueño de esa Córdoba que ya no existe /. Pablo es el último ciprés.

Quiero resaltar aquí la firmeza del último ciprés, fuerte y sereno, azotado por los vientos. Y reivindicar también la gloria del poeta de Córdoba, que necesita del exilio, hijo necesariamente ausente, alejado de los ruidos cuando la atmósfera ahoga y contamina, para estar en permanente retorno, para luego gozar, o tal vez sufrir, en el silencio de las visitas anónimas, por ese mismo rincón de Capuchinos aquí presente, o por las balconadas de las ermitas llorando por esta flor pisoteada de España; y atender siempre las llamadas de urgencia cada vez que se reclama su presencia, ahora con la Virgen de los Dolores por testigo.

Atentos, pues. Porque cuando el último ciprés se estremece, deja prendida en el aire de Córdoba una joya literaria.

(De Diario CÓRDOBA. 3 de mayo de 1990)