Sedición y rebelión. Dos términos jurídicos que durante estos días han dejado de estar solo en la boca de los juristas y que han llegado al ciudadano de la calle. El mayor de los Mossos, Josep Lluis Trapero, la intendente Teresa Laplana y los presidentes de la Asamblea Nacional Catalana (ANC) y Òmnium Cultural, Jordi Sánchez y Jordi Cuixart, están imputados por el primero de estos delitos. El presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, y su Gobierno se han librado hasta ahora. El Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) les investiga pero por los delitos de desobediencia, prevaricación y malversación de fondos públicos en relación con los preparativos del referéndum unilateral del 1-0.

Al hacerse efectiva la independencia, esta causa judicial incoada en el TSJC podría ampliarse, a través de una querella de la fiscalía, a los delitos de sedición o rebelión. Tramitaría el pleito el alto tribunal catalán o el Tribunal Supremo siempre que los miembros del Ejecutivo catalán continuaran siendo aforados. Si se les retirara sus funciones, como por ejemplo con la aplicación del artículo 155 de la Constitución, debería hacerse cargo del asunto la Audiencia Nacional, según el abogado penalista Marc Molins. Últimamente hay juristas que cuestionan la competencia de este órgano judicial, pero por ahora ningún tribunal les ha dado la razón.

La sedición se regula en el artículo 544 y siguientes del Código Penal, y castiga con penas de hasta 15 años de cárcel a quienes «se alcen pública y tumultuariamente» para «impedir, por la fuerza o fuera de las vías legales, la aplicación de las leyes», o para «impedir a cualquier autoridad, corporación oficial o funcionario público, el legítimo ejercicio de sus funciones o el cumplimiento de sus acuerdos, o de las resoluciones administrativas o judiciales».

La pena tipo de cuatro a ocho años de prisión se puede aplicar a cualquier ciudadano que cometa este delito. En el caso de los líderes de la revuelta o los que la han inducido o sostenido, la condena puede elevarse de ocho a 10 años. El tramo de pena más alto, de 10 a 15 años, es para las «personas constituidas en autoridad». También se castiga la «provocación, la conspiración y la proposición» para la sedición.

VIOLENCIA Y SEPARATISMO / Una versión más grave de la sedición es la rebelión (artículo 472 del Código Penal y siguientes), que castiga a quienes se levanten «violenta y públicamente» para, entre otros objetivos, «derogar, suspender o modificar total o parcialmente la Constitución» o «declarar la independencia de una parte del territorio español». Este delito contra la Constitución sería, de producirse, competencia de la Audiencia Nacional, según los previsto en la Ley Orgánica del Poder Judicial. Este delito se aplicó, por ejemplo, a los guardias civiles y militares que perpetraron el golpe de Estado del 23 de febrero de 1981. Los jefes de esta acción se pueden enfrentar a 15 y 25 años de prisión. «El delito de rebelión no es cuantitativo, es decir que se use más violencia, sino que el objetivo que se persigue es diferente a la sedición», alega Molins. En caso de que hayan «esgrimido armas» o si se producen «combate entre la fuerza de su mando y los sectores leales a la autoridad legítima, o la rebelión hubiere causado estragos en propiedades de la titularidad pública o privada, cortando comunicaciones telegráficas, telefónicas, por ondas, ferroviarias o de otra clase, ejerciendo violencias graves contra las personas», las penas llegarán a 30 años.

REFERÉNDUM ILEGAL / Entre el 2003 y el 2005, el Código Penal incluyó un delito específico para la convocatoria ilegal de referéndums. Estaba castigado con prisión. Los incorporó el Gobierno de José Maria Aznar en noviembre del 2003, después de que el entonces lendakari, Juan José Ibarretxe, anunciase que si su plan soberanista (aún en su fase inicial) no era aceptado por el Congreso, convocaría un referéndum en Euskadi. Este delito no llegó aplicarse nunca. No sólo porque Ibarretxe no convocó una consulta, sino porque el Gobierno socialista de Zapatero lo derogó en junio del 2015, alegando que la convocatoria ilegal de referéndums no tenía «la suficiente entidad como para merecer el reproche penal».