Ocho menos veinte de la mañana. El tren de Alfonso Cosano, vecino de Fernán Núñez y trabajador en Madrid, está llegando a la estación de Atocha. Suenan dos explosiones y segundos después una tercera. "Primero pensé que era la catenaria del tren que se nos había caído encima, pero luego lo tuve claro". Los vagones del tren de la vía de al lado habían reventado "y lo que había en su interior era dantesco", asegura Alfonso, en un tono de voz desgarrado y con el cuerpo roto después de que acabara el día más triste de su vida.

Experto en primeros auxilios y labores de rescate por motivos profesionales no dudó en salir de su tren y comenzar a atender a los heridos. Ante la magnitud de la catástrofe y el incontable número de víctimas, manifiesta, "al principio tuvimos que elegir entre los que estaban más graves y se podían salvar para rescatarlos, y en el traslado entre los que podíamos mover o no". Comienzan a llegar los primeros sanitarios, procedentes de centros de salud próximos. Ya se empiezan a ver cadáveres.

"Han sido dos horas terribles --afirma Alfonso Cosano-- , había mucha gente a la que hemos reanimado y se nos ha ido en las manos". La Policía y las ambulancias están desbordadas. Las emisoras empiezan a anunciar que ha habido otras dos explosiones en El Pozo y en Santa Eugenia, "y nosotros pedíamos unos refuerzos que no llegaban". Alfonso Cosano, junto con voluntarios, policías y sanitarios del Samur, traslada a los primeros heridos a una explanada cercana a la vía, mientras entran y salen del vagón siniestrado. Una de las veces, Alfonso se tiene que volver atrás horrorizado porque "estaba pisando restos humanos y no me había dado cuenta".

La Policía ordena el desalojo de la estación porque ha detectado una mochila bomba, pero todavía no está confirmado. Por eso, Alfonso y sus compañeros deciden seguir con su interminable rescate hasta que se confirma. Entonces abandonan la zona y vuelven cuando explota la mochila de forma controlada.

Mientras, en Fernán Núñez, el padre de Alfonso, del mismo nombre, se levanta sobresaltado cuando se entera de la noticia. Su hijo llega a Atocha a la misma hora de las explosiones y rápidamente se lanza a la televisión. Alfonso se pone en contacto con su hermana, para que tranquilice a la familia, que ya respira tranquila porque lo ha visto en la televisión ayudando a los heridos.

El Samur instala un hospital de campaña en el pabellón deportivo de Daóiz y Velarde. Los voluntarios, junto a Alfonso, trasladan a los heridos desde la explanada hasta el hospital improvisado.

En los vagones, las labores de rescate son inútiles muchas veces. "Una mujer no paraba de decirme que la tenía que ayudar, que no sentía las piernas. La miré y vi que no las tenía y que se estaba desangrando. Al poco moría mientras intentábamos tranquilizarla". La voz de Alfonso se quiebra y se aproxima al llanto.

En la calle las ambulancias se han quedado sin material y muchos heridos se van por su propio pie.

Han pasado muchas horas desde las ocho menos veinte de la mañana, y Alfonso ha acabado su trabajo. Decide irse a casa, pero no hay trenes. Mientras pasea por La Castellana le asalta un pensamiento: "Comprendí a la gente que odia, pero no llegas a entender el odio irracional. Pensé en los padres de esos muchachos, sus mujeres...". A Alfonso le llama la atención el silencio por las calles de Madrid, una ciudad muy ruidosa en un día cualquiera. "La gente por la calle caminaba callada y con los ojos tristes".

Son las siete de la tarde y Alfonso llega a su casa de Valdemoro. La ropa ha cogido el color de la sangre y su dueño no sabe si tirarla o lavarla. Tiene el cuerpo roto, porque ha rescatado con sus propias manos a más de 30 personas y unos 20 cadáveres. Esta noche no habrá podido conciliar el sueño.