Manuel Fraga Iribarne popularizó en plena Transición unos tirantes con los colores de la bandera española. El fundador de Alianza Popular, que en sus años de ministro de la Gobernación (1975-76), combatió que la ikurriña ondeara en el País Vasco, no dudó en apropiarse hasta en la indumentaria (en una «honesta prenda», dijo en un debate en el Congreso) de los colores de uno de los símbolos del Estado impuesto por Franco tras la Guerra Civil y luego incluido en la Constitución democrática de 1978.

Casi cuatro décadas después, en septiembre del 2015, el secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, y el candidato del PSC a la presidencia de la Generalitat, Miquel Iceta, celebraron un mitin electoral en Santa Coloma de Gramenet en el que se exhibió como fondo una gran bandera española. Tal puesta en escena causó estupor en muchos socialistas, nada acostumbrados al uso de esa simbología para ellos decididamente antipática. Iceta, en un esfuerzo pedagógico, señaló que el escudo impreso sobre la bandera es «el único símbolo federal que tenemos».

Ambos ejemplos son ilustrativos de que no hay en el país un consenso sobre los símbolos nacionales. Y no lo hay porque tampoco existe sobre la misma idea de España. El proceso soberanista catalán ha despertado un nacionalismo español que se ha expresado con cánticos («Yo soy español, español, español», «¡Que viva España!») y lemas («España una y no cincuenta y una») que a buena parte de la izquierda le suenan a viejos tics preconstitucionales.

No está de más recordar que el Partido Comunista de España, el principal grupo de la oposición antifranquista, asumió en abril de 1977 que, para ser legalizado por el Gobierno de Suárez, debía colocar la bandera bicolor del Estado español junto a la roja comunista. «La bandera bicolor -dijo el entonces secretario general del PCE, Santiago Carrillo- no puede ser monopolio de ninguna facción política, y no podíamos abandonarla a los que quieren impedir el paso pacífico a la democracia. Hemos defendido la República y nuestras ideas son republicanas. Pero hoy, la opción no es entre monarquía y república, sino entre dictadura y democracia».

Pero lo cierto es que ningún militante comunista de esos tiempos enarbolaba esa bandera. No le hacían ascos, sin embargo, a la señera, la ikurriña o la blanquiverde andaluza, por poner unos ejemplos.

Un invento de Franco

Andreu Claret, militante del PSUC en el franquismo y en los primeros años de democracia, afirma que «España aparece como una idea de derechas. Por eso el independentismo ha logrado ampliar su territorio al de la izquierda tradicional». Y añade que «en Cataluña se ha extendido la idea de que España es un invento de Franco. Y eso es un error, porque España es mucho más que eso».

Puede decirse que la última formulación de la idea de España alejada de los conocidos mitos hispánicos excluyentes (Don Pelayo, los Reyes Católicos, la Reconquista, el Descubrimiento de América, el imperio de los Austrias, etcétera) fue la que intentó la República de la mano de Manuel Azaña. Este trató de construir una España plural, alejada de los odios atávicos, respetuosa con las minorías y reflejada en un Estado de derecho que garantizara la igualdad y la libertad de todos los ciudadanos. «Esa España que trató de construir la izquierda la destruyeron en 1936 los antecesores de quienes gobiernan hoy, y son muy pocos los que piensan recuperarla», señala el profesor Josep Fontana.

Para Andreu Claret hubo, sin embargo, otro intento: el de «la hoy tan denostada Transición». Y señala la importancia histórica que tuvo que Suárez trajera a Cataluña al president Tarradellas antes de que fuera aprobada la Constitución de 1978. De ese modo se hacía un reconocimiento explícito de los derechos históricos de Cataluña. Y añade Claret: «La única salida es volver a eso. Si alguna vez puede volver a hablarse de España en Cataluña será mirando adelante, pensando en la España multicultural».

El patriotismo

Antonio Gómez Villar, profesor de Filosofía de la Universidad de Barcelona, ve otro intento de dar un nuevo contenido al significante España en la irrupción de Podemos. «Desde el primer día, esta formación política se articuló a partir de una apelación constante al patriotismo, a mi pueblo, mi gente, la soberanía de mi país, etcétera. Con ello se logró movilizar las emociones colectivas disputando cierta hegemonía simbólica a la derecha».

Pero esa tentativa, admite Gómez Villar, «chocó contra un muro». Y es que Podemos solo ha podido usar el significante patria en negativo, señalando quiénes no son patriotas (los que se llevan el dinero a Suiza, los que roban, los que desahucian a la gente, los que ponen a los niños a estudiar en barracones, los que privatizan la sanidad) pero nunca ha logrado apropiarse del significante España en las condiciones de hegemonía simbólica actual. Algunos recursos retóricos de Pablo Iglesias en sus discursos dan muestra de ello: «La patria se construye en los pasillos de los hospitales públicos. España es una camarera que trabaja diez horas al día y cuando llega a casa le duele la espalda».

«El problema -prosigue su reflexión Gómez Villar- es que el nacionalismo español no es ni puede ser un movimiento popular: es el propio Estado. El sintomático grito de yo soy español, español, español desvela la necesidad de autoafirmación ante una identidad nacional, la española, que solo es promovida por los aparatos del Estado».

Si algo ha marcado el proceso soberanista catalán ha sido el uso de las banderas. La estelada de los independentistas ha ganado claramente la batalla a la señera, defendida con grandes dificultades en tiempos de polarización como el símbolo que une a todos los catalanes. Los balcones de pueblos y ciudades se llenaron de esteladas, como testimonio mudo del anhelo independentista. Pero la sorpresa fue que, ante el vértigo de la secesión por la vía rápida, han aparecido banderas españolas en balcones y, sobre todo, en la calle, en la gran manifestación del domingo 8 de octubre y cuatro días después con motivo de la fiesta nacional española.

Pues bien, el filósofo e investigador Reyes Mate bucea en el pasado de España tomando como punto de partida las banderas. «Bandera viene de bando o banda. Y esa maldición etimológica ha acompañado la historia de las banderas. La bandera expresa normalmente identidades colectivas construidas desde la exclusión, marcando fronteras. Eso es particularmente verdad en nuestra historia común».

Se apoya el filósofo en el insigne ensayista Américo Castro, quien sostenía que «la malvivencia entre los españoles se remonta a traumas antiguos, como la expulsión de unos españoles que eran judíos o moriscos, como precio de una moderna unidad de España». Y añade Reyes Mate: «De ahí venimos. Ese trauma vuelve, y vuelve encarnado en esteladas o rojigualdas. ¿La alternativa?, la que proponía Semprún a los jóvenes: poner los ojos en Europa. Esa Europa que entre 1914 y 1945 hizo la experiencia radical de la sinrazón de los nacionalismos, entendió que el futuro pasaba por crear un espacio espiritual construido desde la libertad y la razón. No estamos aún ahí, pero ese es el camino».

La derrota

El PSOE, partido central del sistema político de 1978, también ha intentado reformular su idea de España, pero ha sido víctima en su propia estructura interna de las muy diferentes sensibilidades en torno a la organización territorial del Estado. Tras abandonar sus posiciones favorables al derecho de autodeterminación de los pueblos ibéricos, Felipe González planteó una España democrática, autonómica, tolerante con la diversidad y con una economía social de mercado. Pero en muchos momentos los socialistas han mostrado un jacobinismo que nada tiene que envidiar al del PP y se han embarrancado en el debate de la España federal.

En diciembre del 2010, tras la derrota electoral de José Montilla en Cataluña (y la primera victoria de Artur Mas), el catedrático de Filosofía Política y destacado militante socialista Antonio García Santesmases se preguntaba por qué había fracasado la izquierda en su idea de articular una España plural. «¿Por qué hemos sido derrotados? Porque, indóciles a un destino inexorable, lo que pretendían los socialistas catalanes, y pretendíamos los que les apoyábamos, era volver a pensar España con la pretensión de superar la eterna desconfianza; por eso su derrota es la nuestra. La de una idea de España plural, y lo que más nos preocupa del triunfo de ambos nacionalismos [el catalán y el español] es que, como decía con gran acierto Pasqual Maragall, con su concepción nacional-estatalista del mundo y con su actitud de ensimismamiento, están comprometiendo el futuro de España». Unas palabras premonitorias.