Hay una frase del discurso de ayer del presidente de EEUU que haríamos bien en no ignorar: «Sacaremos a la gente de las prestaciones sociales y la pondremos a trabajar». Suena extraña en un político contemporáneo. No por la promesa de crear puestos de trabajo, que es común, sino por la contraposición con las prestaciones sociales. En la era del resurgimiento del populismo, la izquierda promete la expansión de las prestaciones sociales, y las considera derechos universales, y la derecha más xenófoba explota la competición por estas mismas prestaciones entre los nativos más pobres y los extranjeros. Trump promete sacarte de las prestaciones sociales y ponerte a trabajar. Esta promesa explica mejor que nada por qué el trumpismo ha triunfado y por qué más nos vale estar preparados para su estallido.

Todas las otras promesas y fanfarronadas del discurso giraban en torno a esta intuición. El argumento económico que enfatiza el proteccionismo comercial por delante de la libre circulación de mercancías concreta la sospecha de que las deslocalizaciones benefician siempre y solo a las élites de los países pobres y sin derechos que explotan a sus ciudadanos, tanto como a las élites de los países donde se cierran las fábricas, pero nunca a los trabajadores de las industrias. La insistencia en un patriotismo que es solidario y nos lleva hacia un destino glorioso alimenta la creencia de que la destrucción del corredor industrial del traspaís norteamericano es fruto del menosprecio que sienten los líderes políticos e intelectuales hacia la gente que hace cosas con las manos, a quienes consideran obsoletos y prescindibles porque pronto serán sustituidos por robots y porque tienen ideas rudimentarias y equivocadas. La apelación a reforzar la frontera frente la inmigración y a un sistema internacional basado en la competición, en el que cada nación tiene unos intereses legítimos por los que lucha con todo, en lugar de la retórica de la cooperación, la interdependencia y la celebración de la diversidad, ratifica la percepción que EEUU paga la fiesta de todo el mundo mientras el país se descompone.

Todo el discurso converge en la sensación de una parte de la población norteamericana que piensa que le han arrebatado la dignidad. Que les han vuelto dependientes de unas instituciones y que esta dependencia les obliga a humillarse, a renunciar a la autoestima, a desprenderse de los gestos cotidianos, los valores propios, los prestigios cercanos que hacen que una vida valga la pena de ser vivida. Que esta dependencia es un callejón del que nadie sale. Lo llamó «la carnicería americana». Os sacaré de las prestaciones sociales, os sacaré de la degradación moral y económica en la que vivís, os sacaré de vuestra humillación de cada día, y os pondré a trabajar, a construir, a ser amos de un rincón de mundo. Eso oyeron ayer sus fieles.

Bajo todas las ideas equivocadas, peligrosas y despreciables del discurso de ayer late una intuición que haríamos bien en escuchar.