Cuando Mariano Rajoy supo oficialmente que iba ser sucesor de José María Aznar se le exigió que no difundiera la noticia. Incluso se le prohibió que se lo contara a su padre. Lo más llamativo de todo es que esta anécdota, que encierra mar de fondo, no la ha revelado jamás el político gallego, sino quien decidió el qué, el quién, el cómo, el cuándo y el porqué de su propio relevo sin militancia o compromisarios de por medio. Sí, Aznar. El mismo que ahora lamenta no estar invitado al cónclave de este viernes. Qué lejos queda aquel otro verano sucesorio…

«El viernes 29 de agosto de 2003, al finalizar el Consejo de Ministros, pedí a todos que se quedaran: […]. Ha llegado el momento. Quiero que sepáis que he dado instrucciones al secretario general del partido, Javier Arenas, para que convoque un Comité Ejecutivo el lunes que viene y una Junta Directiva el martes. Quiero proponer al partido la persona que creo que debe ser el próximo candidato a la presidencia del Gobierno», relata el ahora responsable de FAES en uno de sus libros de memorias, publicados por Planeta.

Cheques en blanco

La tarde de ese viernes llamó a sus dirigentes regionales para decirles que la decisión estaba tomada -sin aclarar más- y les pidió respaldo. «Todos me mostraron su apoyo», presume el expresidente rememorando la escena. Continuando con el relato de aquel viernes del 2003, Aznar solicitó a última hora a Rajoy que fuera a Moncloa. Reunión en el despacho presidencial. «Presidente, (...) nunca olvidaré que me has hecho cinco veces ministro y, además, vicepresidente del Gobierno. Con esto, todas mis aspiraciones políticas están más que colmadas», recuerda el ahora presidente de FAES que le dijo el gallego.

Según la versión de Aznar, fue una reunión breve «pero intensa en emociones». A partir de ahí, Aznar comunicó al día siguiente la decisión que había tomado a dedazo limpio. El domingo 31 de agosto Aznar y Rajoy comieron juntos en la finca de Quintos de Mora. Aznar enfatizó lo «difícil» que es encajar un proceso sucesorio. Le insistió en que hiciera a partir de entonces las cosas «a su aire» y que si no lo creía necesario, no le llamase. El gallego se fue apartando de su predecesor. Aznar no lo llevó ni lo lleva bien, por mucho que dijera lo contrario.