Vistos desde fuera, pareciera que todos son la misma persona. Oscuros de piel, vestidos como de uniforme, con la ropa estándar humanitaria, apenas si somos capaces de distinguir a unos inmigrantes de otros. Los vemos llegar al mogollón, en autobuses que vienen de la costa, o en la tele, cuando Cruz Roja los rescata de barquitos que flotan de puro milagro, luego en los semáforos, o vendiendo baratijas en la playa. Para los de aquí, todos los de allá parecen la misma persona. Tan ciegos estamos, tan acostumbrados al drama humanitario, que se nos olvida el drama personal de cada uno de ellos. Y eso que cada cual trae el suyo propio.

215 personas alojadas en el Pabellón Vistalegre de Córdoba significa 215 dramas con nombres y apellidos. Me llama la atención la cara de un hombre que responde al nombre de Rana Mdmasoud (imposible pronunciar tantas consonantes juntas). No es de África, eso está claro por sus rasgos hindúes. En la cabeza, luce una escalabraúra bien grande. Él y unos cuantos más llegaron a Córdoba desde Bangladesh, un país de Asia que está a unos 8.800 kilómetros de aquí. Se dice pronto. El golpe en la cabeza se lo dio la policía marroquí cuando intentaba subir a la patera la noche oscura de la travesía. «He nacido otra vez, (this is my second life), cuando me monté en aquel barco pensé que no saldría vivo, recé todo el camino, pasé terror», relata en inglés. No es religioso, «pero en esos momentos, ¿quién no reza?» Abandonó su casa, a su mujer y a sus hijos, hace año y medio. «Quiero trabajo, ganar dinero, mi familia es muy pobre, trabajo en lo que sea». No tiene una profesión, pero las tiene todas. «He venido hasta aquí desde Bangladesh, he trabajado de todo para ganar el dinero», explica, antes de hacer la lista de países por los que ha pasado, mitad de Asia, mitad en África. Nunca pensó que llegaría tan lejos, pero tuvo que huir de muchos sitios y acabó embarcado en una patera, camino de Europa. «Can you help me?», pregunta. Y se me cae el alma al suelo.

Gift (su nombre suena a regalo en inglés) viene de Nigeria, escapando del grupo terrorista Boko Haram. Resulta increíble casar su cara, sonriente, incluso dicharachera, diría, con la historia que cuenta. «Mataron a toda mi familia, a mi padre, a mi madre, estoy sola, no tengo a nadie», dice. Después de vivir eso, el viaje del Estrecho apenas deja huella. «Fue duro, pero olvido rápido», explica, «hay que seguir, tenía que hacerlo y lo hice». Cuando le pregunto por el dinero que tuvo que pagar por el pasaje de semejante crucero, dice que no pagó. «Me dejaron montar, no tenía nada», asegura. Otros dicen muy bajito que dieron 300 euros, 3.500 dirhams (una fortuna para quien no tiene nada) a las mafias que trafican con su miseria. Ahora que Gift está en España, quiere ir a Madrid. «No tengo a nadie allí, ni en ningún otro sitio». Un camerunés de mirada triste cuyo nombre fui incapaz de transcribir, chapista de profesión, también irá a Madrid. Huyó de su país por «la guerra». ¿En Camerún hay una guerra?, pienso. ¿Cuántas guerras hay de las que no oímos hablar? A su lado, otro camerunés de brazos tatuados confirma. «Hay una zona francófona y otra anglófona enfrentadas, si hablas inglés, tienes problemas», asegura en perfecto english. Aunque son del mismo país, no se conocen de nada. Se montaron juntos en el autobús que les trajo a Córdoba. Eso es todo. El de brazos tatuados es tatuador profesional. Irá a Madrid a trabajar de lo suyo. «¿Sabes que aquí no hay trabajo, que también hay pobreza?», le pregunta alguien, y contesta: «Sí, pero aquí no hay guerra», dice señalando alrededor. La respuesta es de una lógica aplastante. La vida es lo único que podía perder y sigue vivo. No hay más preguntas. Se confirma, cada rostro, un drama.

Según Cruz Roja, 193 de los 215 inmigrantes alojados en Córdoba ya se han ido, en tiempo récord. En este momento, deben andar buscando su lugar en el mundo en Bilbao, Madrid o Barcelona. 14 se quedarán en recursos de acogida de la provincia. 8 aún no sabían ayer adónde ir. Y la vida sigue.