Fue la cuna de personajes como La familia Ulises, Altamiro de la Cueva y Eustaquio Morcillón y Babali gracias a legendarios autores como Opisso, Benejam, Urda, Muntañola, Blanco, Donaz, Raf, Tha o Coll. Este mes de marzo la revista que dio nombre a los tebeos (1917-1998) sería centenaria; un siglo después todavía continúa viva en el imaginario popular. «Además de patrimonio cultural e hito sociológico que retrata lo que ha sido España en el siglo XX, el TBO es cultura popular y memoria sentimental de las diversas generaciones que lo han leído», resume el periodista, divulgador y ensayista de cómic Antoni Guiral (Barcelona, 1959).

Con la colaboración del irredento coleccionista y «grafópata» Lluís Giralt (Calaf, 1943), que pasó por la redacción de la publicación entre 1979 y 1983, Guiral ha orquestado el estudio definitivo sobre la misma: 100 años de TBO (Ediciones B), un macrovolumen que conmemora la efeméride con un exhaustivo despliegue de información sobre las épocas, las series y los autores, con anécdotas e incontables viñetas y reproducciones de originales.

Una señora le dice a un niño en el cine ante una imagen de rascacielos: «Mira Pepín, una calle de Nueva York, donde están las casas más altas del mundo». Y él le responde: «No señora; las casas más altas están aquí. Papá dice que le han subido el entresuelo tres veces… ¡Calcule usted dónde estarán ya los quintos pisos!». ¿Es este, el chiste que ilustró la primera portada de la revista TBO, en marzo de 1917, bajo el bajo el epígrafe de Semanario festivo infantil, un gag para niños? Tampoco lo sería una historieta de Benejam de 1951 sobre una familia famélica en plena posguerra. El TBO casi siempre ha llevado la etiqueta de cultivar un humor blanco e inocente, algo que sí es del todo cierto a partir de los años 60, por la presión de la censura franquista, cuando es considerado como una lectura para jóvenes. En realidad, comenta Guiral, «había historietas de aventuras con bastante violencia y era una lectura para niños y jóvenes pero también para adultos» y, como apunta Giralt, «lo leía todo el mundo y, en las familias ricas, hasta las criadas».

El primer número estaba impreso en tinta azul, tenía un formato de 17x24 cm., ocho páginas y costaba cinco céntimos. Ya en el editorial advertía: «TBO no se propone cansar las jóvenes imaginaciones con arduos problemas ni serias doctrinas que, a veces, por una retorcida interpretación, llevan a la juventud por senderos perjudiciales… Un algo superficial, fácil, alegre y chistoso, sin traspasar los justos límites ni llegar a lo chabacano. En una palabra, el chico necesita un juguete literario. TBO es el juguete que hemos confeccionado».

ORIGEN DEL NOMBRE / Aunque sobre el origen del nombre de la cabecera existían un par de versiones poco claras, no fue hasta el 2012 cuando Rosa Segura (Barcelona, 1925), antigua secretaria del TBO, reveló en sus memorias la hipótesis más veraz. Viendo en 1917 el éxito de la revista infantil En Patufet, Joaquín Arques, administrador y guionista del impresor Arturo Suárez, le sugirió a este lanzar ellos una publicación para jóvenes que además les serviría para amortizar la maquinaria.

Arques era también libretista y autor de zarzuelas y más que probablemente fue él quien propuso el nombre inspirándose en el de una revista lírica estrenada en 1909 llamada T.B.O. , que trataba sobre la redacción de un nuevo diario imaginario con ese mismo nombre. Joaquim Buigas (1886-1963), alma mater del TBO hasta su muerte, compró por 3.000 pesetas la cabecera a Suárez, su futuro yerno, que tras unos pocos números pensaba cerrarla. Buigas, según Guiral, «lo hacía y decidía todo, maquetas, filosofía, apariencia, contenido y casi todos los guiones eran suyos, aunque no firmó ninguno. Sin él el TBO no habría existido».

SUBIDA DE EJEMPLARES / El TBO empezó con tiradas de 9.000 ejemplares en 1917 y fue creciendo progresivamente hasta los 350.000 de los años 50. Buigas hasta ofreció un banquete a los redactores e impresores para celebrar que en 1931, con el número 757, habían superado los 100.000 ejemplares. Eran otros tiempos. También para la difusión. En 1972 presumían en anuncios en sus páginas de que tenían 600.000 lectores. «Aquel año tiraban 150.000 ejemplares y según las leyes de la difusión podían atribuir cuatro lectores a cada uno», aclara Guiral.

El profesor Franz de Copenhague no fue el primer artífice de los inventos que acabaron llevando su nombre y que se ha dicho que se inspiraron en la serie del estadounidense Rube Goldgerg Los inventos del profesor Lucifer G. Butts (1914-1964).