No fue Aylán. O al menos, no fue solo él. El 27 de agosto, una semana antes del incidente que dio lugar a la trágica imagen, varias decenas de cadáveres habían sido hallados en el remolque de un camión en Austria. Refugiados que buscaban llegar a la Unión Europea y habían fenecido en el intento. Fue el primer toque de atención serio sobre la tragedia que se acrecentaría después. Aquel suceso tuvo mucha difusión y el gran público se preocupó al fin de lo que, desde muchos meses antes, varios medios cubríamos: un viaje del que sus protagonistas preferirían prescindir.

Conocí a Jawid en el Capitán Elías, un hotel abandonado años ha (y, por ende, infecto) que se convirtió temporalmente en campamento de refugiados en la isla griega de Kos. Jawid trabajaba como profesor de inglés en su país, Afganistán, y era el único que dominaba la lengua de Theresa May entre la expedición sudasiática. Él tuvo suerte y pudo llegar sano y salvo al Tirol, a Austria, donde ahora espera a que le resuelvan su solicitud de asilo. Otros muchos se quedaron por el camino, como Aylán.

Por eso, tras haberle conocido en la ciudad costera turca de Esmirna, fue una alegría encontrar vivo en Lesbos al sirio Rahmi, quien acabaría después en Alemania, donde le perdí la pista. El mar Egeoera entonces (en octubre y noviembre de 2015) una autopista por la que llegaban a pasar hasta 10.000 personas en patera al día. La foto de Aylán sirvió entonces para sensibilizar y hacer visible esta situación, que aún hoy continúa. Las islas griegas fueron el primer trocito de UE que degustaron muchos refugiados.

DE CAMINO A CÁRCEL

Grecia fue primero un paso amable y terminó convirtiéndose en una cárcel para decenas de miles de solicitantes de asilo. Los Balcanes nunca llegaron a ser un tramo placentero. Recuerdo el paso desde Slanishte, en el norte de Macedonia, a Miratovac, en el sur de Serbia. Llegamos de noche y hacía frío. Teníamos que caminar diez kilómetros por un sendero embarrado y sin iluminar. Eran escenas de un éxodo macabro: con familias cargando niños y bultos. Silencios interrumpidos por llantos esporádicos. Miles de personas en dirección norte.

Al llegar a Presevo, vi a un hombre afgano (quizás los grandes olvidados en esta crisis) preguntar en inglés a un trabajador del Acnur, que no daba abasto, rodeado de miles de personas. “Disculpe, ¿dónde puedo dormir con mi familia? Tengo hijos pequeños...” La respuesta fue cortante y seca: “No eres el único”. Y, mirando alrededor, había cientos de niños con sus padres, sobre mantas en el suelo, listos a pasar una fría noche serbia de noviembre al raso.