Renfe le hizo un favor. A pesar de que había perdido el billete, Alvaro García Bello mostró el comprobante de la compra y a regañadientes, el interventor le dejó subir al Alvia que lo iba a llevar a La Coruña. Venía de Castellón, donde este conductor de autobuses se acaba de comprar un estudio, y regresaba a casa. Magullado por dentro y por fuera, con varios tubos ocultos bajo la fina sábana que cubría su cuerpo recosido, Alvaro descansaba ayer en la habitación 335 del Centro Hospitalario Universitario de Santiago de Compostela junto a sus padres y una de sus hermanas. No tiene demasiada conciencia del tiempo que lleva en esa habitación, pero en cuanto entró por la tarde la enfermera para comprobar el estado de las bolsas de suero le preguntó: "¿Sabéis cómo está el niñito rubio que estaba en mi vagón con su mamá?"

Madre e hijo, extranjeros, viajaban como Alvaro en el vagón número nueve, al otro lado de la misma fila de asientos. "Fue un viaje estupendo. No tenía a nadie sentado a mi lado y me pasé el rato haciendo carantoñas al crío". Recuerda que muchos pasajeros empezaron a levantarse y a buscar sus maletas, porque se aproximaban a la estación. Eran las 20.41 horas del miércoles cuando la locomotora y sus ocho vagones de pasajeros descarrilaron en la entrada de la curva conocida como A Grandeira, en Angrois.

"Grité por dentro un fuerte 'Ay, ay, ay'. Pero de esos que no tienen voz. Mi vagón dio una única vuelta de campana y me empotré contra la ventana contraria. Sentí una lluvia de objetos encima y perdí el conocimiento". Alvaro no sabe si salió despedido o lo rescataron. Pero cuando pudo abrir los ojos estaba tumbado junto a dos mujeres en las vías del tren. "Quería ayudarlas. Pero no podía hablar. Y apenas moverme. Hice un esfuerzo y las toqué. Primero a una y después a la otra. Sentí un escalofrío. Creo que estaban muertas". Impotente, con más rabia que dolor, empezó a escuchar las primeras voces a su alrededor. Entonces se levantó y sin recordar cómo, empezó a caminar hasta que sus pies dijeron basta. Había perdido las chancletas y se estaba cortando los pies con trozos de vidrios. De nuevo cayó al suelo. Y esperó.

Extraña sensación

Como otros supervivientes de tragedias, Alvaro tiene esa extraña sensación de no saber por qué él se salvó y otro no. Su padre, José, encogido y amable, agradece con una sonrisa su suerte. "Ningún padre está hecho para ver morir a un hijo", sentencia con sabiduría.

Que se lo digan a los padres de Yolanda Delfín Ortega, la joven mexicana de Veracruz, estudiante de Derecho en la Universidad de Santiago de Compostela. Hija del director de la Agencia Veracruzana de Investigaciones, la muchacha de 22 años había pasado junto a su madre y la madre de su compañera de piso en España unas pequeñas vacaciones que llevaron a las cuatro mujeres a Londres y Madrid. Allí se separaron. Su amiga Karla Ramírez y la madre de ésta, Doralinda Vives, viajaron a Italia y Barcelona, y Yolanda se quedó con su madre hasta el miércoles, y la acompañó al aeropuerto, donde esta embarcó de regreso a México.

A la madre le contaron el accidente nada más aterrizar. Pero se aferró hasta el último momento a la esperanza. Mientras, Karla y su madre aterrizaron en Santiago y empezaron a buscar a la joven por hospitales con su fotografía en la mano. No tuvieron suerte, el cuerpo de la muchacha ya estaba junto a los otros 77 en la morgue habilitada a la espera de una identificación oficial y de la autopsia. Ayer, llegó su madre, una prima y Luis Ledesma, el novio al que cinco minutos antes del accidente Yolanda escribió un mensaje para anunciarle que estaba a punto de llegar a Santiago y que desde allí le llamaría por teléfono.