Liu Xiaobo murió ayer a los 61 años por un cáncer de hígado y el mundo perdió a un tipo de la madera de Gandhi, Luther King o Mandela. Se rompen pero no se tuercen. Liu tomó su relevo en la resistencia pacífica y paciente y también su lucha acabó por trascender los límites geográficos o raciales hasta alcanzar un ideal universal de libertad. Y también su aventura le salió muy cara.

El ayuntamiento de la ciudad de Shenyang anunció lo que se presagiaba. Un fallo multiorgánico había acabado con Liu, hospitalizado desde que en mayo le fuera diagnosticado un cáncer terminal. Se sabía que la enfermedad había conquistado otros órganos, que su debilidad ya le impedía comer y recibir tratamiento y que a los familiares se les había avanzado el inminente desenlace. Incluso en sus últimas semanas había librado una lucha contra Pekín para morir dónde y cómo quisiera, pero sus peticiones fueron ignoradas por el miedo a que utilizara sus últimos alientos en el extranjero para defender la democracia.

CONSPIRAR CONTRA EL ESTADO / A los nóbeles de la Paz se les mide por la magnitud de su rival y pocos hay tan fieros y vigentes como el régimen comunista chino. Hay que rebobinar hasta Carl von Ossietzky y la Alemania nazi para encontrar a otro fallecido en cautividad. China le debe el favor a Liu de que no muriera cuando su presidente, Xi Jinping, departía el fin de semana pasado con los líderes mundiales del G-20.

Liu había sido diagnosticado cuando cumplía una condena de 11 años en una prisión de la norteña provincia de Liaoning por conspirar contra el Estado. El régimen lo vendió como la concesión de la libertad provisional por razones médicas cuando se pareció más a un simple traslado. Liu permaneció desde entonces en el centro vigilado por agentes de seguridad que impedían el acceso a sus amistades. Solo han podido despedirse de él su esposa, la poetisa Liu Xia, y los familiares más cercanos.

Disidentes, gobiernos y organizaciones de derechos humanos habían pedido su traslado al extranjero, pero Pekín se opuso alegando su debilidad extrema. Permitió que dos médicos extranjeros le examinaran en lo que pareció una brizna de humanidad. La posterior filtración a medios nacionales de grabaciones donde los galenos reconocían el buen trabajo de sus colegas chinos apuntala las sospechas de que Pekín únicamente pretendía salvar la cara.

La cárcel no causa un cáncer de hígado pero queda la duda de si pudo haberse detectado antes. Liu ha muerto cuando apenas le quedaban tres años de condena y no parecía muy predispuesto a callarse. No lo hizo tras haber recuperado la libertad en las dos anteriores ocasiones y el Nobel le aseguraba un potente altavoz en el mundo.

Liu representaba la figura del intelectual dentro de la variada tipología de la disidencia china. Cruzó el Rubicón al pedir el final del sistema de partido único. La última condena de 11 años se consideró excesiva incluso para los estándares chinos y desde entonces Pekín lo ha tachado de criminal.

LAS REACCIONES / Estaba ya encarcelado cuando le fue concedido el Premio Nobel de la Paz. Una silla vacía, símbolo para siempre de la ignominia, presidió el acto en el 2010. El mismo comité que le había otorgado el premio dijo ayer que Pekín tenía «una gran responsabilidad» en su muerte y afeó «los silencios y reacciones tardías» de las cancillerías en los días previos. Ayer sí llegaron en cascada. Rex Tillerson, secretario de Estado de Estados Unidos, dijo de Liu que «personalizaba el espíritu humano de lucha por la libertad» y pidió el fin del arresto domiciliario de su esposa. Para la cancillera alemana, Angela Merkel, fue un «valiente luchador por los derechos civiles».

Liu deja un país que ha acentuado la represión a la disidencia y un mundo cada vez más reticente a echárselo en cara. La clase de escenario que necesita de tipos como Liu Xiaobo.