Sólo con proponernos cuestiones como éstas, nos damos cuenta de lo que supone para cualquier creyente. Pues supone pasar del hecho de tener a Dios en sus labios, en la mente, en las cosas, en la alegría o en la tristeza, como explicación total y definitiva, a no contar con otra explicación que la ciencia, ni otro remedio que la propia fuerza humana. Hay una terrible diferencia. Es abrir en su estructura mental y en su vida diaria una verdadera crisis, una auténtica tentación, pues le presentan a un Dios que ha sido jubilado, porque ya no hace falta; es considerar su fe como un espejismo, que se desvanece igual que en el desierto desaparece el agua vista en el brillo del sol sobre la arena. Parecería una alucinación semejante a la del sediento en medio de esa soledad de las dunas.

Pero ni siquiera se supera la ausencia de Dios cuando la ciencia, dudando de sí misma, quiere traspasar los límites propios y dirigirse a algo superior a ella o que está fuera de su alcance. Sigue ausente Dios.

Por ejemplo, vemos una ruptura con las normas morales, tal vez por asfixia, con deseo de volver, se dice, a lo más humano, a lo más natural y sincero, a través de una plena libertad existencial. No es todavía una búsqueda de Dios. Incluso cuando admira la naturaleza y la busca, o la transporta junto a las colmenas de hierro y cristales, a las termiteras de cemento y asfalto; sigue la ausencia de Dios. Aún más, cuando vuelve los ojos a algo tan extraño como los adivinos, los horóscopos, los signos de la astrología... tampoco llama a Dios.

Por último, hasta en ese detalle actual, resaltado hace poco por la prensa, del auge de los curanderos en países supercivilizados, donde se ven no sólo consultados cada vez más, sino protegidos y subvencionados por personalidades del campo de la medicina y de la farmacología, como una vuelta a la curación magnética, al contacto personal, a la curación por el espíritu, a lo Mesmer, con ser esto tan significativo, sin embargo sigue la ausencia de Dios.

Hace tiempo, Norteamérica envió a Europa una ópera rock cuyo personaje era Cristo. La fantástica representación ultramoderna, las oleadas de música y coros, traen a un Jesús aplaudido por cientos de miles de personas arrastradas hasta la fascinación. Podría parecer esta irrupción religiosa una vuelta del Señor. Pero preguntamos, ¿es un síntoma espiritual en el verdadero sentido de la palabra? ¿Se ha encarnado nuevamente Dios en ese conmovedor drama musical? Dada la convocatoria que ha supuesto para la juventud hasta ser atraída masivamente a vivir ese espectáculo, sería un verdadero triunfo de lo absoluto, una rendija abierta en la opacidad metálica de nuestro mundo por donde penetraría Dios.

Sin embargo, por muy emocionante que sea esa ópera sobre Jesucristo, no se trata todavía de una vuelta al espíritu, se queda en lo humano, pues Jesús ni trasluce al Padre, ni comunica su divinidad, ni resucita ni asciende a los cielos.

En la sobrecogedora locura de esa música pop, se desvanece la realidad de Dios, entre cientos de aplausos arrancados de corazones juveniles, arrebatados hasta la fascinación.