La plaza de la Trinidad está abarrotada, en escasos minutos la imagen del Santo Cristo de la Salud, llevado a hombros por sus hermanos, asomará al dintel de la puerta de la Trinidad. El silencio, roto únicamente por los ya lejanos tambores roncos y el tañer de las campanas se hace presente para instantes después convertirse en oración «Jesús es condenado a muerte».

Las estrechas y empedradas calles de la Judería se convirtieron por unas horas en la Vía Dolorosa, en las que rememoraremos los instantes finales de la Pasión y Muerte de Aquel que vino a salvarnos, de Aquel que dará su vida por todos nosotros.

Y se abrieron las puertas para recibirte y mostrar su devoción hacia Ti con la antigua tradición del altar doméstico, monumento efímero que también es oración. Y se alzaron cantos para aliviar tu dolor.

Una tras otra se suceden las estaciones. Y por fin se hizo realidad aquello que nunca debió dejar de ser el marco único e incomparable de nuestra Semana Santa.

Templo Madre, centro neurálgico de nuestra fe desde hace más de ocho siglos, que dota de todo significado nuestra estación de penitencia porque allí el Santísimo nos espera y entre muros milenarios, arcos y capillas en perfecta conjunción, nos postramos ante Ti para pedirte salud para nuestras almas.

Porque siguiendo tu cruz, caminamos hacia la salvación.