Aún no hace veinticuatro horas que el pecho de los nazarenos morados de capa blanca parecía que iba a estallar. Y hubo tantos motivos para ello como capirotes alteraron con sus revoloteos la paz y la tranquilidad de la Catedral. El Martes Santo es un día en el que las pulsaciones a unos se les aceleran debido a los gratos recuerdos de años pasados, o por la paradoja de esas dolorosas ausencias que nunca nos acaban de abandonar. O quizás por las hermosas expectativas que están por cumplir como los emocionantes reencuentros que revitalizan el alma. Una agitación que solo es refrenada cuando de manera libre y voluntaria nos ponemos en la calle para enseñarle al mundo que queremos a Jesús, que asumimos el compromiso de un mensaje que mantenemos vivo, renovado, y que lo ofrecemos al servicio de un pueblo cuya razón a veces parece haber perdido el rumbo. Es por ello que bajo el cubrerrostro, la trabajadera o el instrumento muchos seguimos con la sonrisa en la cara, pues el entusiasmo que nos ha producido el galardón Pasión Solidaria nos exhorta a continuar apostando por la caridad como eje del día a día de la cofradía.

Pero lo que éste año se nos veía en la cara era la desbordante ilusión de saber que la próxima vez que nos volvamos a ver, la Madre de Dios, la Divina Enfermera del Naranjo, la Salud de nuestra vida, será quien ponga el broche de oro a un Martes Santo que llevamos toda una vida soñando.