Aunque nadie recuerda con especial satisfacción los días de inyecciones y pruebas que supone someterse a una fecundación in vitro, todos coinciden en que lo peor fueron los años previos en que buscaron sin encontrar nada. Una contrarreloj contra el tiempo que les llevó a buscar una salida en la reproducción asistida.

Araceli y Fran se casaron hace diez años. Ella peluquera. Él frigorista. Eran jóvenes y se tomaron un tiempo antes de iniciar la búsqueda. «Cuando nos pusimos a ello, los niños no llegaban», recuerdan. Cada retraso menstrual les llevaba a la cita con el Predictor y a una decepción. Impacientes, se dejaron llevar por consejos sobre posturas, días del mes y demás recomendaciones populares que no dieron frutos. Finalmente, acudieron al médico, que les derivó al hospital Reina Sofía. Su problema era el del 50% de las parejas que se tratan: espermatozoides vagos. «Me mandaron unas pastillas a mí, a ella nada», explica Fran, «según dijeron, no había nada que indicara que no pudiéramos lograr el embarazo». Pese a todo, «el proceso es duro, intentábamos no hablar del tema para no obsesionarnos, es complicado, pero tuvimos el apoyo del equipo del hospital, personas con mucha empatía y conseguimos lo que queríamos». Diez años después de su boda, en el segundo intento de fecundación in vitro, el Predictor se tiñó de rosa y se confirmó un embarazo, gemelar. «Decidimos que le implantaran dos embriones porque era la última oportunidad y si no, tendríamos que ponernos a la cola y volver a empezar de cero», explica Fran. En febrero del 2016, nacieron dos varones. «Pesaron 2,5 kilos y llegaron sanos, desde que abrieron los ojos son la alegría de la casa».

Encarni tiene 39 años y es madre de un niño de 5 años y una niña de 9 meses nacidos por fecundación in vitro. Ella y su marido iniciaron la búsqueda por vía natural con 30 años. «Sabía que sería complicado porque tengo endometriosis, así que cuando vimos que no daba resultado, fuimos a la Seguridad Social... pero la lista de espera era... luego un amigo nos habló de una clínica en Valencia y allí nos fuimos», recuerda. A los problemas de ella se sumaron los espermatozoides vagos de él. Pablo nació en el tercer intento, después de un aborto. Maestra de profesión, pasó los tres primeros meses de embarazo en reposo. «De la niña me quedé a la primera, pero un sangrado me hizo estar en cama casi los 9 meses». Visto con perspectiva, Encarni asegura que ya solo recuerda lo bueno aunque reconoce que «los meses de inyecciones son difíciles porque las hormonas te hacen volverte un poco loca, igual te da por reír que por llorar», explica, «lo bueno es que mi marido me apoyó en todo momento». En eso coincide con Elena, madre de dos niñas. «Vivir el proceso sola debe ser duro», señala. En su caso, un síndrome de ovarios poliquísticos fue la raíz del problema. «Tenía una menstruación irregular y eso lo complicaba todo». Tenía 29 años cuando dieron el paso. «La calidad del esperma no era buena, pero queríamos ser padres jóvenes y en la pública tenías que ser mayor, así que tuvimos que reunir el dinero (alrededor de 6.000 euros para un solo ciclo) e ir a por ello». Su hija nació año y medio después. «Me implantaron tres embriones pero solo uno salió adelante», explica. Dos años más tarde, cuando ya pensaban en volver a visitar la clínica, Elena volvió a quedarse embarazada, esta vez de forma natural. «Nos dijeron que era normal, que después del proceso hormonal el cuerpo se resetea y hay más posibilidad de un embarazo espontáneo». Elena recuerda el proceso como «complicado». Según su experiencia, «el cuerpo sufre mucho y emocionalmente te afecta, pero hay que intentarlo». Como los dolores del parto, «todo se olvida cuando tienes a tu hijo en brazos».