George W. Bush acudió apesadumbrado al memorial celebrado para las víctimas de Virginia Tech, la universidad donde 32 personas murieron tiroteadas en abril del 2007. Barack Obama lloró tras el infame asesinato de 20 niños de primaria y seis adultos en la escuela de Sandy Hook en el 2012; subió al púlpito en el 2015 para redimir como un sacerdote a los nueve feligreses asesinados en la iglesia de Charleston; y condenó un año después los intereses tóxicos y el politiqueo que impiden regular seriamente las armas en Estados Unidos al rendir tributo en Orlando a las 49 víctimas de la masacre en la discoteca gay Pulse. Ahora le ha tocado el turno a Donald Trump, que el miércoles viajó a Las Vegas para rendir tributo a los 59 fallecidos y más de 500 heridos del tiroteo más letal de la historia moderna del país.

A diferencia de sus predecesores, Trump tiene un verdadero problema de empatía. No sabe cómo consolar a la gente demostrándoles cariño y compasión. Él mismo ha dicho alguna vez que padece germofobia, una aversión patológica a los gérmenes y la suciedad, un trastorno que explicaría por qué huye de los abrazos y raciona tan cicateramente los apretones de manos. En Puerto Rico quedó de manifiesto. Trump acudió a un centro de distribución de ayuda para los damnificados del huracán 'María' y se dedicó a tirarles al aire rollos de papel como si estuviera jugando al baloncesto, en lugar de escuchar sus historias y regalarles un poco de calor físico.

Un rato más tarde, en una entrevista con Fox News, se dedicó a alabar la “increíble” respuesta de su Administración y se mostró “muy orgulloso" de que no se hayan perdido cientos de vidas “como en una verdadera catástrofe”, dijo refiriéndose al 'Katrina', como si la devastación en Puerto Rico fuera insignificante. Esa actitud no es nueva. Durante su visita a la Tejas anegada por la tormenta tropical 'Harvey', no se reunió con ninguna víctima ni puso el pie en los barrios y pueblos anegados, un despropósito en términos de relaciones públicas.

Esta vez el presidente, que viajó a Las Vegas acompañado nuevamente por su esposa Melania, visitó a los heridos del tiroteo en un hospital. “En lo personal, este es un día muy muy triste para mí”, había dicho antes de subir al avión. Pero una vez más dedicó más tiempo a alabar el “increíble profesionalismo” y “heroísmo” de los médicos y la policía que a reconfortar a las víctimas y por extensión al país. “Cuando ves el trabajo que han hecho, te sientes muy orgulloso de ser americano”, dijo en una breve comparecencia ante los medios. “Nos hemos reunido con unas cuantas personas, tienen mucha suerte de estar aquí”, afirmó refiriéndose a los heridos. “Siempre estaremos a su lado”, añadió retóricamente.

De las leyes de control de armas, no quiso hablar, siguiendo el guion de la Asociación Nacional del Rifle y el Partido Republicano, que cada vez que hay una masacre desactivan los intentos de reabrir debate, acusando a aquellos que lo hacen de querer politizar la tragedia. “No quiero hablar hoy de eso”, dijo Trump.

Interrogatorios

Mientras el presidente visitaba la ciudad, los investigadores siguen tratando de dilucidar los motivos que llevaron al jubilado de 64 años Stephen Paddock a perpetrar semejante carnicería entre los asistentes a un festival de música country. Las autoridades están interrogando a su novia, Marilou Danley, que se encontraba en Filipinas de viaje cuando se produjo el suceso. Sus hermanas han dicho a la CNN que fue Paddock quien le incitó a marcharse del país unos días. “La mandó fuera para que no fuera capaz de interferir con lo que estaba planeando”, han declarado a la cadena de noticias. Por el momento, la policía no cree que estuviera involucrada en el crimen.

De lo que no hay duda es que el asesino, al que Trump ha definido como “un hombre enfermo y demente”, lo había planificado todo de manera extremadamente minuciosa. Cuando llegó el jueves al hotel Mandalay Bay, colgó en el pomo la señal de ‘No molestar’ para evitar que entraran los servicios de limpieza y descubrieran el arsenal que guardaba en la suite. Luego se las ingenió para colocar dos cámaras de vigilancia en el pasillo y otra en la mirilla de la puerta con el fin de monitorizar la posible llegada de la policía o de la gerencia del hotel. Dentro tenía 23 armas, muchas de ellas rifles semiautomáticos, y cientos de rondas de munición.