Ha llegado el momento, hiberus ferox. Coja la bandera, envuelva sus desnudeces con ella, échese a la calle sin complejos, a ser posible con un pedazo de pan y buen tocino para que los vecinos vean que es cristiano viejo, saque pecho y grite conmigo: ¡Soy español, español, español! Uno es de donde nace, ¡qué remedio!

Yo lo soy porque lo fueron mis padres y lo ratifica mi DNI. Pero en realidad lo soy porque me empeñé en ello. ¿Qué me hubiera costado haberme hecho yanqui cuando pude o vagar apátrida? A mí, eso de Horacio Quiroga de que su patria estaba allí donde brillara un rayo de amor y de justicia, me molaba de niño. Y de mayor consideré acertado lo que dijo el insigne Samuel Johnson: que el patriotismo es el último refugio de los sinvergüenzas.

En España, el patriotismo es el eufemismo para el nacionalismo integrista de élites extractivas. Porque, ¿qué es ser español (o chino, para el caso)? Estoy tentado a decir que tanto eres como bienes tienes, pero sería injusto porque hay españoles tan de esta geografía como los Montes de Toledo o el lince ibérico y que poseen poco más que su fuerza de trabajo; y multinacionales y fondos de inversión extranjeros que son dueños de una tajada apreciable del país. ¿O no te explotan cuando vienen, te destrozan cuando se van y convierten la democracia en pura retórica?

Pero no deja de ser evidente que presume más de españolismo quien tiene un cortijo y una buena jaca que quien emigra con una mano atrás y otra delante. Yo lo soy, digo, porque me siento contento con disfrutar de bienes intangibles, que tampoco está nada mal, como los patios cordobeses tan próximos, el silbo gomero o el Misterio de Elche. Y Dios proveerá.

Pero también soy español por algunas lecturas de españoles que elevaron mi espíritu, como sería el caso del padre Bartolomé de las Casas, que denunció el maltrato a la población indígena en la Colonización: o Cervantes, gloria de nuestras Letras, quien se atrevió a decir que «los españoles son muy amigos de lo ajeno», pues ajenas eran aquellas tierras de las que los conquistadores se apropiaron por las armas, mientras a quienes en el terruño quedaron no les llegó más que mendrugos, capas remendadas y picas en Flandes. En Flandes, precisamente, todavía las madres asustan a los niños que no quieren dormirse con eso de «duérmete, niño, o viene el Duque de Alba», que es como invocar al diablo. Yo pasaría página.

Y soy español porque me ando en rebeldía y mi deseo sería hacer de mi capa un sayo o, lo que también es muy español, hacer mi santa real gana y mandar en mi casa. ¿Qué es una utopía? Pues no lo es menos el elogio que hizo el hidalgo don Quijote, esencia exportable de nuestra idiosincrasia, de aquella «Edad de Oro donde no existía lo tuyo ni lo mío». Es una aspiración de muchos hombres y mujeres de estas tierras que han luchado por la Igualdad como Ley de leyes, y a la que me apuntó modestamente. Abreviando, soy español porque siento como una vergüenza lo que pasa en España: el desempleo de los débiles, la corrupción de los poderosos, y los políticos ineficaces cuando no cómplices.H

* Comentarista político