Hay quien siempre lleva en la boca el sucio asunto del dinero. Si le sobra, se esfuerza en quejarse y aparentar que no lo tiene para evitar que le pidan. Si le falta, llora igualmente, acariciando la ilusión de recibir algún regalito que pronto gastará sin cabeza. Yo nunca expongo el tema del dinero, joder, a no ser que alguien me lo saque a conversación. Fijaos en ese adolescente del pasado: hace novillos, pasea por una tienda de discos, da una vuelta por el centro, en definitiva: no-ne-ce-si-ta billetes para disfrutar. Más tarde, queda con unos amigos en un banco del barrio y, enérgico, bromea, brama o rebuzna al aire libre. Como mucho, adquiere un refresco en lata que comparte con más de uno. Se acabó. Ninguna de sus relaciones, de sus saludos o salidas de tono o sonrisas o gritos se mide por el préstamo, la deuda, el gasto que otro compañero esgrime, oculta o promociona.

En las relaciones personales, el dinero lo corrompe todo extraordinariamente. Como factor necesario, el concepto acaba imponiéndose por encima de la realidad inmediata, de la cosa en sí, especialmente en aquellas personas que no saben gastar con cabeza, en el momento de la bancarrota. Es ahí, en esa tesitura, donde se mide la sinceridad, el carácter: hay quien pide con educación y quien exige con furia y envidia. Hay quien da con placer, sin esperar nada, y quien «regala» extendiendo un recibo moral que conserva en el cajón de la memoria, restregándolo en su momento, a la hora del café.

Todos la hemos cagado en alguna ocasión con el asunto del dinero. Pero el que aliña sus intervenciones con la queja y se toca el bolsillo y pregunta «oh, cuando muera tu tía, ¿cómo vais a repartir?», ese o esa merece mi vómito inmediato. Es la cháchara de tanatorio, la carroña del chismoso de mediana y avanzada edad. Un síntoma claro de envejecimiento: mostrar interés desinteresado por el bolsillo ajeno.

* Escritor