Woody Allen ha sido declarado culpable de abuso sexual de menores. No lo ha sido por ningún tribunal estadounidense, sino por un Hollywood indignado casi en bloque y por media comunidad digital, en ese lanzallamas de detritus de las redes sociales. «Yo te creo, Dylan: tu padre te violó», es la punta encendida de una campaña no de sensibilización, ni siquiera de acusación, sino de culpabilidad, que si tiene éxito amenaza con minimizar el valor de los procesos penales y con reducir la utilidad de los jueces a la de unos eunucos de la moralidad pública. Porque Woody Allen ha sido declarado culpable por su mundo laboral, sus compañeros de profesión, los actores y actrices que hasta hace pocos meses suspiraban la purpurina más sofisticada de sus estrellas presentes o futuras del Paseo de la Fama por rodar con él, porque las superproducciones taquilleras disparan el caché pero el cine de Allen da prestigio, o al menos lo daba. Como hombre social, como sujeto cívico, como vecino en serie que uno puede cruzarse por la acera, Woody Allen asiste a su derrumbe. No jurídico ni procesal, sino honorable. Como cineasta, sigue siendo un universo que admirar o no, amar o no en parte, con obsesiones y luces singulares de las que se puede salir hastiado, indiferente o feliz, en una geografía --e iconografía-- inabarcable, pero muy distinguible, que es fácil dividir por etapas, categorías y épocas, incluso por continentes y países de rodaje.

No tiene por qué gustarte ni por qué no gustarte Woody Allen. Sin embargo, lo que no puede gustarte es lo que están haciendo con él: porque, si te gusta, significa que escondes bajo la ropa un tufo totalitario que ni siquiera imaginas, aunque lo cierto es que apesta. Y el mero hecho de que no lo detectes, que sigas vistiéndote de una presunta pátina idealista, ya habla --o canta-- demasiado claramente de tu estado de putrefacción.

Para que no haya dudas: si Woody Allen o cualquiera es culpable del tipo de delitos de los que estamos hablando, en los que medie además cierto tipo de crueldad contra las personas --la actualidad, por desgracia, no deja de darnos ejemplos dolorosos- no es que yo esté de acuerdo con la cadena perpetua revisable, sino directamente con la cadena perpetua. Pero esto es otro tema, porque este asunto no tiene que ver con lo que pienses sobre la reinserción social del delincuente como fin principal en las penas privativas de libertad. Ni siquiera tiene que ver con tu opinión sobre el tratamiento penal de los delitos contra la libertad sexual y los abusos de menores. Tampoco --sobre todo nada tiene que ver con lo que opines sobre las películas de Woody Allen, con si amas unas y detestas otras, o todo él. No. Esto tiene que ver con uno de los fundamentos del Estado de Derecho y de la convivencia pacífica-- quiero decir, de una convivencia en la que no resolvamos los conflictos al estilo de Dodge City o Sin perdón: la nunca lo bastante bien explicada, ponderada y justamente valorada presunción de inocencia.

Quienes afirman «Yo te creo Dylan» en el plató de Oprah Winfrey o en una red social sin poderlo probar --porque no les importa--, están quemando viva la presunción de inocencia. ¿Para qué investigar, si ya han decidido que es culpable? Los hechos descritos por su hija Dylan sucedieron el 4 de agosto de 1992: cuatro meses después de que Mia Farrow descubriera la relación de Allen con su hijastra Soon-Yi, que no era hija de Allen y tenía 21 años. La policía de Connecticut abrió una investigación de seis meses. Según el Dr. John M. Leventhal, portavoz del equipo del Hospital de Yale-New Haven, «Teníamos dos hipótesis: una, que estas eran declaraciones hechas por una niña perturbada emocionalmente y que se convirtieron en ideas fijas. La otra era que había sido entrenada o sugestionada por su madre. Pensamos que era probablemente una combinación de ambas». La niñera Monica Thompson contó que Kristie Groteke, la cuidadora de Dylan, le aseguró que ese día no se separó de la niña ni cinco minutos.

Las actrices que hoy se rasgan los vestidos de noche, ¿no conocían esto? Claro que sí: todo el mundo lo sabe desde 1992. ¿Por qué han seguido rodando con él, entonces, los últimos 25 años? ¿Y por qué se apuntan al linchamiento? Estoy en contra de cualquier abuso --en este clima conviene aclararlo--, pero el decente MeToo se está volviendo una indecente caza de brujas. Más allá de lo que ocurriera, un hombre tiene derecho a ser juzgado por un tribunal sin ser declarado culpable por el matonismo público.

* Escritor