Escribo el domingo por la noche y no sé, aunque sea previsible, cómo se ha desarrollado la celebración del 11 de septiembre en Cataluña. Debo reconocer la dificultad de decir algo nuevo acerca de lo ocurrido en los últimos días en esa comunidad, pero también que es casi imposible ignorar lo que apelando a la historia se podría denominar la cuestión regional catalana. La premisa inicial es que en sus decisiones de la semana pasada el Parlamento de Cataluña rompió las reglas del juego democrático. Si existen instituciones de autogobierno es porque así lo establece y lo permite el ordenamiento constitucional español, y en consecuencia no se puede ir en contra de aquello que te concede la legitimidad, no es posible saltarse las normas que nos atañen a todos. Los argumentos de los independentistas están llenos de falacias, porque no solo engañan, sino que llevan anexa la intencionalidad de dañar, primero a los ciudadanos catalanes que no comulgan con los mismos y en segundo lugar a todos los españoles, aunque solo sea por los esfuerzos y el tiempo que les dedicamos.

Aunque nuestra reacción visceral sea decir «que se vayan», esa no puede ser la actitud por dos motivos. Uno, que no todos los catalanes están por la independencia, como muestran de manera reiterada las encuestas y los procesos electorales; y dos, que sería reconocer que todo se puede conseguir mediante el recurso a la pataleta, por estar dispuesto a llegar más allá de lo permitido por la ley. Y en cuanto a los partidos políticos, no es el momento de los reproches a las decisiones que tomaron unos y otros en el pasado, ya llegará la hora de tratar sobre esa cuestión, por ello me resulta difícil entender a qué juega Podemos y en particular algunas de las declaraciones de Pablo Iglesias. En este sentido, parece ajustada la respuesta de Ciudadanos y del PSOE a mantener abierta una línea de diálogo con el Gobierno, pero deben tener claro que, ocurra lo que ocurra el 1 de octubre, habrá que tomar decisiones al día siguiente, hacer política. Los socialistas han propuesto la creación de una comisión parlamentaria, y me han resultado curiosos los comentarios en algunos medios de comunicación (desde donde se ha reclamado con insistencia la necesidad de la acción política), porque de entrada se ha descalificado la propuesta con el argumento tan manido de que cuando se quiere dilatar un problema lo que se hace es crear una comisión. Pero ¿no hemos repetido hasta la saciedad que es necesaria la política?, ¿no estamos hartos de reclamar que el Parlamento sea el centro de la misma? En algunas tertulias y en ciertos medios de comunicación parece que lo importante es jugar a ridiculizar cualquier propuesta que signifique abrir la posibilidad al diálogo y al entendimiento.

Y los partidos deben demostrar cohesión interna, en particular los socialistas andaluces no pueden mantener esa apelación a las dobles lealtades expresada por Susana Díaz, sobre todo porque, al menos por lo que leo y escucho, que eso se esté planteando es falso, luego mantener esa postura es jugar con la demagogia. Lo único cierto es que el texto constitucional de 1978 necesita una revisión, entre otras partes en el título VIII, el de la organización territorial, y se debe hacer, como recordó el otro día Pedro Sánchez en una entrevista, desde la base de lo que señala el Preámbulo del Estatuto andaluz, que «igualdad no significa uniformidad», y que las singularidades no pueden representar privilegios para unos ciudadanos con respecto a otros. Porque uno de los elementos componentes de esta realidad política que denominamos España es la diversidad cultural, y ya indicaba Robert Dahl en su libro La Democracia. Una guía para ciudadanos que «no hay soluciones generales a los problemas de los países divididos culturalmente».

* Historiador