Se me revuelven las tripas cada vez que escucho los discursos huecos y propagandísticos de los mediocres que dicen representarnos. Siento como un puñetazo en el estómago cuando compruebo que, en nombre de la sostenibilidad y de los designios de poderes salvajes, no dejan de recortarnos derechos y de convencernos de que el progreso en términos democráticos puede detenerse e incluso dar marcha atrás. Me provoca náuseas la tragedia que supone no solo sufrir un gobierno que no parece tener más rumbo que adelgazar al máximo el Estado Social sino también soportar al principal partido de la oposición perdido entre la falta de alternativas y las codicias que supura su ombligo.

Me ha cortado la digestión escuchar a Aznar amenazándonos con convertirse en nuestro salvador, como también lo hacen reiteradamente la chulería de Wert o las posiciones reaccionarias del ministro de Justicia que un día nos engañó con su máscara de centrado. De la misma forma que me ha dejado sin aliento asistir en Andalucía al espectáculo de comprobar cómo todos los partidos, habitualmente negados para la búsqueda de acuerdos que persigan el interés general, no han tenido reparos en unirse para cesar a Chamizo. Este cese se ha convertido en el símbolo más cruel y doloroso del penoso funcionamiento de unas instituciones controladas por las castas partidistas y el espejo más certero de las miserias de unos políticos y de unas políticas que continúan creyendo que somos imbéciles. Unos representantes que, vaya paradoja, han cesado al Defensor del Pueblo precisamente porque cumplía a la perfección la función que el sistema le encomendaba: controlar el poder, defender los derechos, denunciar los abusos y, en su caso, sacar los colores a unas administraciones cuando pisoteaban la dignidad de los más vulnerables. En justo reconocimiento al fiel cumplimiento de su labor, sobre la que creo pocos reparos pueden hacerse, Chamizo ha sido silenciado, al menos desde los púlpitos que controla una izquierda esquizofrénica. Porque estoy seguro que el que tanto nos defendió seguirá haciéndolo en otros espacios cívicos donde afortunadamente será mucho más complicado callarlo. Justo además cuando necesitamos muchos hombres y muchas mujeres que como él encabecen lo que ya solo puede tener la forma de revolución.

Porque son tantos las sinrazones y maldades que se acumulan que mis jugos gástricos no dan abasto. Tal vez me sentaría bien un licor digestivo de esos que en el bar del Congreso se ofrecen a precios subvencionados con el dinero de todos o un paseo en el yate monárquico que, brutal metáfora de la corona que de nada sirve, es reclamado por los empresarios que lo regalaron. Aunque me temo que de poco serviría ante la avalancha de comida en mal estado que todos los días nos ofrecen las instituciones: asquerosa fritanga de caseta cocinada por cúpulas patriarcales que han asumido que la política es una profesión sin la que buena parte de nuestros representantes carecerían del estatus social y económico que hoy disfrutan y que pagamos entre todos.

Es hora, pues, de meternos los dedos y de provocarnos el vómito. Es urgente que expulsemos del sistema los virus que nos provocan gastroenteritis, los alimentos caducados que son imposibles de digerir, las grasas y los azúcares que en lugar de proporcionarnos energía elevan el colesterol y sitúan nuestro corazón ciudadano al borde del colapso. Necesitamos ya, sin más demora, iniciar una rebelión cívica que expulse a los que monopolizan vilmente a las instituciones y que provoque una serie de reformas sin las que nuestro sistema constitucional seguirá herido de muerte. Una muerte de la que no nos salvarán los mesías ni las oraciones que el Gobierno pretende convertir en obligatorias. Porque la salvación solo vendrá de la mano de una ciudadanía más republicana que asuma de una vez por todas que la única salida posible será otro tipo de democracia. La única guillotina con la que cortar las cabezas de quienes insisten en seguir tomándonos el pelo.