No hace mucho escribí un poema que empezaba diciendo: «No sé qué pasa hoy que la alegría me cansa». Y aquellas palabras, que tenían más de metáfora que de realidad, hoy han adquirido un gran realismo cuando recibí la noticia: la mujer de Antonio Atienza ha muerto. Antonio Atienza y yo, junto a otros asiduos clientes, desde hace años compartimos hora y cafetería cada madrugada. Él, hombre entrañablemente original, cariñoso y de gran generosidad, simultanea café y conversación en frases que hablan de todo y para todos. De gran estatura, de bronca voz, desafiando rigores, cada día, allí, a las seis de la mañana, llenando con su presencia vacíos, rompiendo los perezosos silencios de la hora e ilustrando de ingenuo humor rutinarias cotidianidades... Yo, en la proximidad de una mesita lo escucho, lo observo y sin palabras le agradezco sus ocurrencias, sus gestos, su presencia, que disipa mis complicadas reflexiones, a veces, y me hacen sonreír. Hoy la noticia me ha dolido en el alma. Más de cincuenta años compartiendo compañera. «Mi mujer --decía y no se le caía de los labios-- ha hecho, vamos a ir, tiene esto lo otro, le gusta, no le gusta leer», etc. etc. Hoy he vuelto a verlo tras doloroso trance y quero decirle: la vida sigue, amigo, pero no tu camino de tantos años. Emprende otro nuevo porque volverán días de luz y caerán en pasado las malas horas que vives hoy. Un nuevo sueño, amigo, y a seguir en escena para no descomponer más esta sinrazón que es la vida. No creo, amigo, en un Dios que permite la enfermedad y la muerte, creo, eso sí, en el Dios que un día, y otros más, lloró conmigo; creo en un Dios que hoy llora contigo y con todos los que te queremos.