La segunda acepción que da la Real Academia de la Lengua (RAE) al sustantivo salud dice: «Conjunto de las condiciones físicas en que se encuentra un organismo en un momento determinado». Este instante, esta porción brevísima de tiempo, es la que atribuye a la salud su significado más fútil: la salud se puede perder en cualquier momento; es más, habrá quién en este instante ya no disfrute de la salud que gozaba hace un minuto. Así de duro y así de real.

Invocamos a la salud como nuestro patrimonio más preciado; sobre todo, si los recursos económicos son limitados o más bien escasos. Cuando estos «bienes» son generosos, la salud pasa a un segundo plano y la creemos tan consustancial a nuestra vida que le damos tratamiento de inacabable; la salud, entonces, deja de ser protagonista convirtiéndose, casi mágicamente, en consecuencia necesaria, natural y proporcional a los recursos que se disfrutan. ¿Craso error? A esta interrogación le podría contestar el mismísimo Francisco de Quevedo, que decía: «la posesión de la salud es como la de la hacienda, que se goza gastándola, y si no se gasta, no se goza». ¿Sería prudente ahorrar en salud y hacer de ella objeto de personal austeridad?

Acordándome de la conmemoración del Día Mundial de la Salud (que se celebró el pasado 7 de abril) y haciéndome eco del tema «Hablemos de la Depresión», que dicha conmemoración llevaba como bandera por su interés mundial, he reflexionado sobre el concepto salud como estado de una colectividad que, en esta época de estío, no parece estar muy saludable según algunas conductas que aparecen por paisajes y localidades veraniegas.

En estos tiempos de crisis, que aún no han sido superados por mucho que nos quieran hacer creer lo contrario, las respuestas emocionales a las dificultades carecen de normalidad, son anormales y producen un estado psíquico cuya intensidad es directamente proporcional a la duración de dichas complicaciones e impedimentos vitales; la agilidad mental, entonces, es incapaz de concentrarse invadiendo el pensamiento únicamente los problemas que han provocado dicha crisis. La tristeza inmotivada, la sensación de desesperación, desconsuelo y pesimismo, ideas de autoacusación y autodesprecio conforman una sintomatología que puede derivar a situaciones delirantes tendentes al suicidio.

Es verdad que el ritmo, el vértigo, la prisa y el ajetreo cotidiano producen una sensación insegura de inestabilidad y vulnerabilidad que amenaza constantemente nuestro equilibrio emocional... ¿Dónde encontrar aquello que siempre fue saludable? ¿Dónde se esconde lo que era provechoso para el bien del alma?

Al escribir sobre la depresión, según parámetro dictado por la Organización Mundial de la Salud (OMS), es imprescindible recordar al ínclito Don Carlos Castilla del Pino que, en su Estudio sobre la Depresión, dice: «Pero en el depresivo el débil nexo que con la realidad establece le hace vivir pasivamente en el presente y activamente hacia el pasado, único éxtasis temporal que le ofrece seguridad y protección... De qué forma hay que vivir o cómo es posible vivir no enajenadamente en el medio actual». Para los depresivos, que son muchos y algunos, posiblemente, ni sepamos que lo somos... ¿Cualquier tiempo pasado fue mejor?

Hemos entrado en una vorágine tan negativa para nuestra estabilidad emocional, que hemos dado un protagonismo nocivo al dinero y al poder. Llamamos «lo único, lo serio» al sistema económico y político: El mercado y el Estado son el modus vivendi de todas las transacciones que se realizan en nuestro entorno. Se intercambia dinero por poder, poder por influencias, influencias por dinero, dinero por honradez, honradez por chantaje, chantaje por bienestar, etcétera. Por lo tanto, ya no importa vivir bien y con dignidad, sino sencillamente sobrevivir.

Haríamos bien reflexionando sobre el porqué de ese estado depresivo que, anualmente, afecta a millones de personas, con un millón de intentos de suicidio de los cuales ochocientos mil se consuman, y encuéntrese el motivo del «sentir insatisfecho» en unas sociedades eminentemente satisfechas, pero con una «penuria» consustancial con los países modernizados que han superado con mucho el umbral de las economías de subsistencia. Para la salud, como sentenció Salomón, «la mejor medicina es un ánimo gozoso».

La clarividencia del médico italiano Augusto Murri (1841-1932) se anticipó a la medicina que proporcionaba el estado de buena salud con esta «fórmula»: «Si podéis curar, curad; si no podéis curar, calmad, y si no podéis calmar, consolad».

Y, si no, reflexionad, que, además de buen verbo, es, también, buen medicamento.

* Gerente de empresa