Estamos ya en las puertas de noviembre, con la celebración de Todos los Santos y la conmemoración de los Fieles difuntos. Para muchas personas, la visita a los cementerios es obligada como una permanente cita de encuentros y recuerdos. Además, desde la orilla de la religiosidad popular, la relación de Dios con su pueblo se vive siempre entre el amor y el temor; el pueblo tiene la certeza de que Dios le acompaña en su caminar, pero que, a su vez, vigila y recompensa según sus actos. Dentro de este contexto, la muerte tiene un alto sentido religioso. Hay un verdadero culto a los muertos unido a la convicción del «más allá». La fe popular ha posibilitado que en medio del diario vivir, la vida del creyente se encuentre en continua comunicación o sintonía con la eternidad, porque ha hecho de sus lugares de descanso, los cementerios, templos de alabanza. El cristiano siente que sus difuntos lo acompañan en todo el diario vivir. Sigue considerando el cementerio como un lugar de respeto sagrado, donde descansan eternamente los «fieles difuntos». Podemos decir que hasta ahora ha sido así, pero que la sociedad de nuestros días ha cambiado por completo sus costumbres y su relación con los cementerios. Se nos dirá que la vieja religiosidad popular, propia de otros tiempos, se va eclipsando o desapareciendo para las nuevas generaciones, encaramadas en una tecnología que lo mueve todo, lo transforma todo. Pero hay una verdad inconmovible: «Todos somos pequeños e indefensos delante del misterio de la muerte». Hace unos días, el Papa Francisco nos hablaba del misterio de la muerte en la luz de la esperanza cristiana, ofreciéndonos una visión nueva, cercana, espléndida: «¡Qué gracia si en ese momento custodiamos en el corazón la llama de la fe! Jesús nos tomará de la mano, como tomó a la hija de Jairo, y repetirá, una vez más, a cada uno de nosotros: ‘¡Levántate, resucita!’. Yo os invito ahora, a cerrar los ojos y a pensar en ese momento de nuestra muerte. Cada uno de nosotros que piense en la propia muerte, y se imagine ese momento que tendrá lugar, cuando Jesús nos tomará de la mano y nos dirá: ‘Ven, ven conmigo, levántate’. Allí terminará la esperanza y será la realidad, la realidad de la vida. Pensad bien: Jesús mismo vendrá donde cada uno de nosotros y nos tomará de la mano, con su ternura, su mansedumbre, su amor. Esta es nuestra esperanza delante de la muerte. Para quien cree, es una puerta que se abre de par en par; para quien duda es un rayo de luz que se filtra por una puerta que no se ha cerrado del todo. Pero, para nosotros, será una gracia, cuando esta luz del encuentro con Jesús, nos ilumine». ¡Qué visión más hermosa la del Papa Francisco!.

* Sacerdote y periodista