He estado considerando varios días si escribir o no del lamentable tema catalán: una situación inverosímil, disparatada, que ha superado el esperpento y la astracanada para introducirse en un gran laberinto. Al fin, hemos caído en la tentación porque cosas veréis --las presenciadas los últimos días y la violencia del domingo--, mío Cid, que hacen fablar a las piedras.

Cuando hacer cumplir la ley se llama locura y cordura su vulneración es indudable que los valores más elementales están trastocados. Una alteración de la normalidad acaecida, otras veces, en nuestra compleja historia contemporánea que, ahora --gran paradoja--, ha sido adoptada por los catalanes del seny, los cuales, por ejemplo, siempre criticaron con firmeza y razón que en la guerra civil, los militares rebeldes condenasen y fusilaran por el delito de rebelión militar a quienes no se rebelaron contra el orden constitucional.

En ese mundo, vuelto del revés como un calcetín, se han desenvuelto Puigdemont y la compaña, al pregonar con reiteración, que los catalanes del referéndum ilegal solo han obedecido a su propio Parlamento. Al decirlo olvidan que ese Parlamento existe gracias a lo establecido en la despreciada Constitución española y en las leyes que la desarrollan. Normas que ellos conculcan o aceptan según conveniencia.

Dicho olvido, trufado de ignorancia, también ha afectado al párroco de Calella que, en unas declaraciones televisadas, difundió que se debe estar en contra de quienes «quieren imponer una unidad nacional que no es cristiana sino una herencia del franquismo». Por cierto, franquismo del que el clero, en general, nunca renegó, ni siquiera cuando al dictador se le ocurrió acuñar moneda con una inscripción, cuasi blasfema, en la que se autoproclamaba «Caudillo por la gracia de Dios».

En este momento difícil, con un desgarramiento social que ha degenerado en confrontación, las preguntas que se imponen son: por qué se ha llegado a esto y cómo se sale del garlito.

Respecto a la primera hay que pensar en varios errores, entrelazados como el tópico racimo de cerezas: Jalear un Estatuto de nueva planta; recurrir en el Tribunal Constitucional artículos de dicha norma que eran idénticos a los andaluces; haberse tragado el sapo del tripartito presidido por el nefastísimo Montilla, cuando Convergencia había ganado holgadamente las elecciones y estaba dispuesta a llevar dos ministros de los suyos al Gobierno de España; el dontancredismo de quien confunde la quietud con la prudencia... Y, ante todo, la puñetera crisis de los recortes innumerables que les ha servido para situar la culpa de sus desaguisados económicos y financieros en la «España que nos roba». Manera muy cómoda, populista, mentirosa y antigua de traspasar las responsabilidades propias a un enemigo ficticio del que se consideran víctimas.

Respecto a la segunda pregunta --la salida del laberinto--, hemos de confesar, después de consumarse, con ribetes violentos, el disparate que, a corto y medio plazo, somos pesimistas porque quien siembra vientos recoge tempestades y las consecuencias de los huracanes son lenta y costosamente reparables. Sobre todo, si los causantes del estropicio parecen numantinos que prefieren morir políticamente, o ser encarcelados con las botas puestas, antes que apearse del burro, reconociendo que se han inventado una pseudo legalidad, inviable en los países democráticamente civilizados. Así, la remota posibilidad de diálogo se aleja mucho, máxime si una de las partes es un conglomerado compuesto por burgueses de toda la vida que se han hecho el haraquiri, demagogos profesionales, gentes anti-sistema democrático y jaleadores de Otegui --qué náusea--, un edecán del terrorismo con pedigrí.

A todo ello, cabe añadir como colofón que, hoy, en la mayor parte de España, no es fácil detener la idea, cada vez más arraigada, de que los habitantes del Principado, por culpa de unos agitadores disfrazados de gobernantes, han dejado de ser el modelo del ciudadano industrioso, culturalmente en la vanguardia y con un plus de sentido común.

* Escritor