El viento derruido recorre la dehesa iluminada por un polvo de huesos bajo el último sol. Es una presencia natural y evadida de su fiebre en los ojos, una perduración cuando todo ha acabado, cuando ya no hay más luz que las sombras danzantes que una vez habitaron este mismo paisaje. Estamos ante la soledad más rotunda y más fría, que agrieta la garganta al respirarla y la convierte en aire rasurado por la lluvia amarilla. Estamos ante los escombros de un mundo que existió, que tuvo timbre y voces, cuerpos que ocupaban su lugar en la escena, en los oficios y en la respiración de la vida que entonces se abría paso alrededor de una mina, de un rebaño sereno, de un horno de leña. Eran gentes que cubrían la senda prodigiosa de olivos musculares con sus tiendas a cuestas, con mudos testimonios de resistencia al paso corrosivo de las estaciones y no pocas injusticias, como si fueran rocas que también soportaran la erosión de los aires de llovizna afilada, el desgaste en los ojos, en pómulos y mentones como riscos nacientes de una densa neblina: así aparecen en las fotografías que se conservan los viejos pastores del valle de Los Pedroches, igual que seres mitológicos de una sencillez lisa, esmaltada de arcilla y con un frío de pedernal cincelando a buril sus nudillos huesudos.

Alejandro López Andrada es, seguramente, uno de los autores en español que más se ha dedicado a escribir un territorio; pero no con un afán de reivindicación orgullosa, como sería propio de los panfletos nacionalistas, ni siquiera como un único canto a lo que una vez fue, sino a través de una triple vía de conocimiento y verdad, de recuperación de una vida abolida, con sus personajes y sus voces, y también de suave elegía, con plástica belleza de color metafórico. Exceptuando el teatro, López Andrada ha convertido la evocación de Los Pedroches en motivo total de su escritura, en la creación de un mundo regresado a partir de retinas encontradas, de rostros que aparecen por sus calles estrechas, en estaciones de tren y minas abandonadas, en bóvedas de cuarzo donde habita dulcemente el misterio. Lo ha hecho, además, en varios planos: el real, pero también el onírico, incluso fantasmal, de sombras que aparecen en el bosque lluvioso, tras un capote de oscuridad lóbrega ante el niño que huye, o de espíritus recios con un temblor de luz, que nos hablan de grutas y de historias lejanas, de pálpitos ocultos a la respiración más visible del día. Así, a través de su inicial caudal poético, en el que hemos leído buenos y emocionantes libros, como La tumba del arco iris, El cazador de luciérnagas o Las voces derrotadas, y también narrativo, con novelas como La mirada sepia, El libro de las aguas -llevada al cine por Antonio Giménez Rico- o la más reciente Los perros de la eternidad, Premio Jaén de Novela, y un sinnúmero de artículos periodísticos, reunidos muchos de ellos, quizá los más celebrados, en La luz del verdinal, Alejandro López Andrada ha ido no ya configurando, sino recuperando, los ecos y el volumen de un territorio propio, al que no ha necesitado dar un nombre, ni una topografía, ni un relato mínimo, ni un dolor, porque ya lo ha vivido en carne propia.

Sin embargo, esa acumulación de poemas, narraciones, de artículos en Diario CÓRDOBA, tuvieron su cristalización antropológica, literaria, histórica y costumbrista, en una trilogía de ensayo formada por El viento derruido, Los años de la niebla y El óxido del cielo. Estos tres libros constituyen la investigación social y lírica de una vida abortada por las gentes que habitaron Los Pedroches, para después partir hacia el olvido. Ahora, cuando muy buenos libros como La España vacía, de Sergio del Molino, y antes Intemperie, de Jesús Carrasco, han puesto la atención de nuevas generaciones de lectores en el éxodo rural y la despoblación de pueblos enteros, varados en su propia ruina de abandono, es justo recordar a los escritores pioneros, como Julio Llamazares y el propio López Andrada, que pusieron el dedo antes en esa llaga con hondura poética.

Almuzara acierta reeditando el primer título de esta trilogía, El viento derruido, que mañana lunes se presenta en la librería Luque. Acompañarán al autor el editor Javier Ortega, el maestro Francisco Solano Márquez y Antonio Colinas, con su poesía de música silente que también ha encontrado brillo en la oscuridad orillada de escombros. Un viento que regresa, con su luz renovada para un tiempo que anhela su recuperación, su lectura encendida por su luz de palabras.

* Escritor