Virginia es un lugar tan perfecto como cualquier otro para matarse. Es lo que han debido de pensar los promotores de la gran marcha de supremacistas blancos, antes de encender en Charlottesville un fuego que poco tendría que envidiar al que apagó el sheriff interpretado por Marlon Brando en La jauría humana. La pesadilla de Arthur Penn está encontrando estos días su mejor proyección: el Gobierno de Virginia, tras declarar ilegal la concentración racista, ha activado el estado de emergencia y ha sacado a la calle a los antidisturbios. Sin embargo, la chispa ya está echada sobre el asfalto caliente, sobre esa mezcla altiva de alquitrán y gasolina sudada a fuego lento, paso a paso de plomo líquido en las suelas de las botas. Unir a la derecha ha sido el lema bajo el que se han unido varios grupúsculos estadounidenses, en principio como protesta por la retirada de una estatua en homenaje al general Lee, el genio estratégico de la Confederación que mantuvo en jaque a los generales de Lincoln hasta que apareció Ulysses S. Grant. Así, nostálgicos del ejército sureño, miembros del Ku Klux Klan y elementos neonazis se han concentrado en el campus de la Universidad de Virginia.

La estatua es lo de menos: esta gente quería levantar las antorchas de un odio viejo y nuevo, encontrarse con una contramanifestación y llegar a las manos y a los bates, a las porras eléctricas y a los gases lacrimógenos. Esta gente quería una guerra sin guerra, en las calles de paz, hasta que la policía interviniera y la sangre tocara una frente rota. El asunto ha sido, al parecer, tan duro, que hasta Donald Trump ha opinado en su medio de difusión habitual, Twitter: «Todos debemos estar unidos y condenar todas las posturas de odio. No hay lugar para este tipo de violencia en América. ¡Juntémonos todos a una!», ha dicho el presidente, en un mensaje que guarda, también, su propia ambigüedad. ¿»Juntémonos todos a una», qué? ¿Se referirá Trump a una misma violencia? A la vista de sus manifestaciones recientes sobre la crisis en Corea y Venezuela, es posible que sí. Claro que ni la situación de Corea ni la de Venezuela resultan edificantes, pero cualquier primer mandatario estadounidense de altura nunca mascaría en su primer discurso ante una crisis prebélica el uso de las armas, sino que la dejaría latir en un vacío silente de palabras, un limbo de mensajes que se intuyen delicadamente, sin decirse, aunque por ello queden más presentes. Pero no: este bravucón habla de salirse a la calle a pelear antes de que se cruce el primer insulto porque él es así, uno de esos tipos que te cruzan la cara para lanzarte luego a sus lugartenientes, a todos sus gorilas matoniles, porque enciende la hoguera para que sean otros los que mueren apagando ese fuego. Eso es lo que tenemos en el mundo de hoy: demasiados imbéciles, en Estados Unidos y en Venezuela y en Corea y en Rusia, demasiada gentuza ensimismada en su propio onanismo de narcisismo napoleónico.

Si uno se para a leer el mensaje de Trump puede pensar: apuesta por la convivencia, sí, por condenar las posturas de odio, pero no es lo suficientemente tajante en este asunto, teniendo en cuenta que el principal agente a favor de la xenofobia, el racismo y la violencia contra los inmigrantes -hispanos, pero inmigrantes al fin- en los últimos tiempos ha sido el propio Trump. Su esposa Melania, en cambio, bastante antes que su marido, escribió lo siguiente: «Nuestro país promueve la libertad de expresión, pero comuniquémonos sin odio en nuestros corazones. Nada bueno sale de la violencia», con verdadera voz y mirada de mujer de Estado para una convivencia radicalmente pacífica. Quizá nos falta esto: gente que lance discursos con la suficiente convicción a favor de la libertad de expresión y una convivencia sin odio en las pupilas, con una dialéctica para los corazones que no exija a ningún padre sacrificar a sus hijos.

Virginia es un lugar tan bueno como cualquier otro para recuperar o actualizar una retórica del odio, para sacarnos los ojos, para rompernos la cara y el mentón, hasta sacarnos el temblor de las entrañas. Es lo que parecen estar pidiendo a gritos no solamente estos manifestantes locos, sino también los locos caudillos que los hacen posibles, en EEUU y en Corea, en Rusia y Venezuela, en Libia y en Turquía, en el Estado Islámico. Un globo dirigido por bocazas con más verborrea que auténtico valor, discurso o dignidad, en un mundo que arde. Provocación, basura. Viejo y nuevo rencor, y nuestra vida en medio.

* Escritor