Hace unos días me regalaron un álbum en el que se recopila fotos personales y familiares de los últimos meses. Y de pronto, me he dado cuenta que, con toda la tecnología de la imagen que existe, con todo lo perfeccionado que están las cámaras digitales y los recursos que hay para guardar los archivos, son precisamente los últimos años los que tengo más huérfanos de recuerdos. Toda una paradoja: guardo miles de imágenes pero nunca he tenido menos material para evocar vivencias. Y apostaría a que usted, en mayor o menor medida, le pasa igual: ¿De qué año son sus últimas fotos guardadas en un álbum? ¿De hace cinco, diez, quince años...? Hablamos de esas pocas imágenes en papel, de cuando gastabamos uno o dos carretes al año, pero que ahí siguen llamándonos desde la estantería a que, aunque sea muy de cuando en cuando, les demos un repaso.

Imágenes guardadas muy distintas a las actuales, abandonadas en un rincón del disco duro del ordenador. O si no, y es otra pregunta, ¿cuándo nos hemos puesto alguna vez a repasar por gusto nuestras fotos digitales? Y eso sin hablar de cientos (miles quizá) de recuerdos que ya hemos perdido sin remisión en ordenadores obsoletos, discos duros y pen-drives averiados, disquetes de 5,5 y 3,5 pulgadas que ya no pueden leerse, teléfonos móviles rotos... Es más: ¿cuántas de las fotos de nuestro móvil de hoy cree usted que sobrevivirán dentro de cinco años?

Seguro que ni el mismísimo Steve Sasson pudo imaginar en 1975 la vorágine actual cuando inventó aquella cámara cuyos datos se guardaban en cintas de cassettes, la imagen (en blanco y negro) era de 0,01 megapixeles, pesaba 3,6 kilos sin contar sus 16 baterías de níquel-cadmio y tardaba 23 segundos en llevar la imagen a la pantalla de un televisor.

Pues bien, a pesar del increíble avance, aún hoy la foto que no esté en papel no tiene garantizada el honor de pasar a ser parte de nuestros recuerdos. Casi como nuestras almas en estos tiempos de velocidad y excesos de información y datos.