Si yo hubiese conocido a Fernando Vázquez Ocaña en México antes de 1957 le hubiese rogado que me contara algunas curiosidades vitales de Federico García Lorca. Pero en esa fecha yo tenía diecinueve años de edad y estaba en el ecuador de mis estudios universitarios en Córdoba. A mis dieciséis años conocí por indicación de doña Luisa Revuelta, profesora de literatura del Instituto de Bachillerato hoy llamado Luis de Góngora, algunos poemas de Federico y antes de que se reimprimiera en 1962 la biografía del poeta, escrita por Vázquez Ocaña, yo había oído declamar el Romancero gitano a Tamajón en la Tuna Universitaria y a Luis Mardones Sevilla con voz ronca y excelente arte el relato de la muerte de Ignacio Sánchez Mejías.

Acabo de leer reposadamente la obra Lorca: vida, cántico y muerte de mi paisano exiliado Vázquez Ocaña. El biógrafo ve la vida con otros colores porque desde la plenitud de su corazón crea lo que en parte ha visto, adornado de realidad. Vázquez Ocaña, que escribe en prosa poética con frecuencia, lo hace no sin secreta alegría al modelar el entorno en que Federico vive, quizás para burla de apergaminados archiveros y orgullosos historiadores. Un poeta, que también lo es en prosa Vázquez Ocaña, no falsifica la vida de Lorca sino que la describe a través de figuras y reales circunstancias. Esta biografía no es historia sino fuente para la historia del poeta granadino. La vida interior, la religiosidad y lo épico en Lorca lo expresa el autor de modo muy correcto al acotar que Federico es «paloma con ramo de olivo».

En esta biografía he descubierto al gran escritor que era Vázquez Ocaña. Cada capítulo se desarrolla tras previamente describir escenarios que rodean a Federico y que avanzan desde la España, como Saturno, que devora a sus hijos, los últimos residuos del imperio colonial perdido, que devolvía sus hijos, «pájaros de disentería, en los últimos sudores para recibir el santolio en sus casas», el ambiente fronterizo de Granada, «dicotómica y sita en encrucijada y con el alma encogida», hasta aquella España que se había refugiado en casa a «calentar sus huesos fatigados y a rumiar sus desengaños junto a la chimenea». Describe aquel Madrid de la residencia de Estudiante en la calle Pinar que le recibió «desde la barrera de la primera guerra mundial, la caída de cuatro seculares imperios europeos... Y que se esponja a al sentirse ileso y con alegría de vivir» hasta que llegó 1921 y «se desquició en sangre el dominio español, sobre un cachito de Marruecos». A pesar de ello Madrid tenía la virtud de moderar el exceso de diversiones y entretenimientos y no entrar en algaradas.

Vázquez Ocaña es biógrafo y analista de la obra que diseca a lo largo del libro desde la guitarra al Dalí de Cadaqués. Tras esta lectura yo he descubierto un Vázquez Ocaña que no se olvidó de Baena ni de su entorno, que aflora en sus páginas cuando utiliza términos como granación de espigas, escarda, muleros, calles solitarias empedradas, jornaleros que regresan del campo en sus mulas y estalla el júbilo de la chiquillería, que venían de estar aferrados a la mancera del arado. Este léxico me ha hecho recordar la Baena de los años cuarenta y cincuenta cuando también describe «los enjambres de jornaleros sueltos que acudían por las mañanas a las plazas pueblerinas para ver quien los sacaba por una peseta, el pan, el tocino y el aceite». Así era su pueblo, Baena. Desde México escribe palabras que entonces eran de común uso diario, tales como azuda, atanor, acequia, zubia, alcubilla que me retornan a la infancia y que ya no se escuchan en Plaza Vieja. Desde México vuelve a Baena su espíritu de buen escritor cuando dice que «después de la misa la gente joven se desentumecía yendo a ver pasar el tren desde los andenes --en el supuesto de que hubiese estación-- pues subirse a él era una gran aventura». Lo mismo hice yo en mi niñez hasta que el tren despareció con lo que costó lograrlo desde Isabel II. Siempre Baena en su mente y en su corazón como cuando escribe que «entran los mulos y los cerdos del concejo» como esperaba yo que entraran mis dos puercos que en Navidad se sacrificaron para servirnos de alimento. Al decir que Federico era juglar no se olvida de citar a Juan Alfonso de Baena al final del capítulo titulado Cántico y afirma con el autor del Cancionero que la «poesía o gaya ciencia es alcanzada por la gracia infusa del señor Dios que la da y la envía».

Es este libro, que debe estar en anaqueles de bibliotecas municipales, de institutos y universidades, libro que todo profesor de literatura, que enseñe al poeta Federico García Lorca, debe entregar para que el alumnado conozca el personal y profundo análisis que Vázquez Ocaña hace de nuestro poeta. Que se detenga en De la pena oscura al ostensorio para conocer el contraste entre la muerte en el romancero gitano y el oro donde se expone el sacramento de la eucaristía.

Esta obra está escrita en los años que preceden a 1957. Vázquez Ocaña ha reposado su dolor y su ausencia de España y refleja sus pensamientos sobre lo que fue nuestra guerra civil. Los he leído con reposo y aseveraría que de haber participado en la transición española hubiera seguido siendo socialista pero de centro. Con ecuanimidad describe el drama del inicio de la guerra por los descontrolados de uno y de otro lado para enmarcar lo que sucedió en Granada. Este libro es biografía de un poeta, García Lorca, y también es gran pieza literaria del baenense Fernando Vázquez Ocaña.

* Catedrático emérito de la UCO