El día comienza bien para mí: la luz de la mañana es preciosa, mi torero, Pepe Moral -torero de concepto, arte y dominio-, ha cortado dos orejas a los miuras en La Maestranza, el diario da un estupendo tratamiento al concurso de pintura rápida -Fa presto-que tengo la satisfacción de impulsar en el Real Círculo de la Amistad, y todos los del obituario listados por el periódico han muerto con menos edad de la que yo tengo: mi victoria sobre el tiempo. Incluso, con toda probabilidad, ha muerto mi enemigo soterrado que decía a Pepe Jiménez en su Studio, centro de dimes y diretes, expresando probablemente más un deseo que un pronóstico, que yo iba a morir joven. Pues yo digo lo que decía mi madre con noventa años, yo ya no me malogro.

Esta victoria sobre el tiempo cobra un caro peaje: de los compañeros de mesa en la residencia universitaria no queda ninguno; muy pocos, de los de la tienda del campamento. Quienes escribían conmigo y soñaban literatura en aquellos buenos y lejanos tiempos ya no están --salvo Antonio Gala, que nos va a enterrar a todos anunciando todos los días su próximo fallecimiento--, y hasta alguno de los mejores yace completamente olvidado: no lo lee nadie. Demasiada prisa tiene el olvido en algunos casos.

En esta vida una de las cosas más molestas, cuando no más dolorosa, es perder las referencias. Yo esto que quiero saber o recordar se lo preguntaría a Fulano o a Fulana, pero ninguno de los dos está. Y se trata de esa pregunta que no pueden contestar ni las enciclopedias ni internet.

La vida y la muerte tienen su lógica, pero a veces las cosas suceden sin ninguna, como, por ejemplo, la muerte de un hijo, codificado para morir después y muerto ya. Éste es, sin duda, el aspecto más doloroso, la mayor derrota, de la victoria sobre el tiempo.

La de tiempo que hemos empleado en pensar, e incluso en escribir, sobre el paso del tiempo. No tendría yo veinticinco años, cuando me lamentaba de que la vida no me daría tiempo para leer los libros que ya iba almacenando, coleccionando.

Aquella incipiente buena biblioteca llegó a ser muy buena. En los últimos años me ha permitido hacer importantes donaciones a buenos profesores e investigadores, al Colegio de Abogados, a la Real Academia, a la Facultad de Derecho… Sin duda estas buenas donaciones son una victoria nuestra sobre el tiempo: los libros han ido a buen destino y están a buen recaudo; ya no están en riesgo de que la sobrina, el barbero y el cura los tiren por la ventana y los quemen en el patio.

Como se ve, empieza uno con el mayor de los optimismos y en seguida nos asaltan temores, nostalgias y tristezas.

Pero seguimos, porque se acercan el final del artículo, el medio de vino y el encuentro con los amigos.

Me asomo a la ventana y compruebo que la luz del día sigue siendo espléndida. Voy a mi sillón preferido, me tomo la tensión arterial, y compruebo que estoy dentro de valores tolerables. Así que sigo: el tiempo pasa, y vuelvo ante la pantalla del ordenador, que es muchas veces mi confesor.

Me digo, y así lo escribo, que todavía no debo morirme porque me quedan algunas cosas por ser y, sobre todo, muchas por hacer. ¡Ay las agendas de los propósitos y proyectos! Claro: si no la tuviera ya estaría muerto.

* Abogado y escritor