Emmanuel Macron ha ganado netamente y presidirá Francia los próximos cinco años tras lograr ayer una rotunda e incontestable victoria sobre la candidata ultraderechista Marine Le Pen en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales. El político socioliberal, que a sus 39 años se convertirá en el jefe de Estado más joven de la V República, consiguió el apoyo de dos de cada tres franceses, más de lo previsto en los sondeos, para batir a la adversaria que defiende un proyecto en las antípodas del suyo. El peligro de que la presidencia de la República cayera en manos de la ultraderecha xenófoba y antieuropeísta se ha evitado. Y lo ha hecho posible un candidato nada convencional, joven, con una vida muy breve en la política y sin un partido detrás. En este sentido su victoria es excepcional, pero el momento que vive Francia (y Europa) también lo es. La victoria desautoriza además a quienes desde la izquierda o desde el catolicismo más rancio proponían la equidistancia entre ambos candidatos.

El regocijo por el triunfo tras una campaña tan agria es comprensible, pero en las actuales circunstancias el nuevo presidente no puede relajarse. El próximo mes los franceses vuelven a las urnas para elegir una nueva asamblea. Macron tiene detrás un movimiento que ha resultado eficaz, pero que ha tenido que improvisar sobre la marcha. Muchos de los que le han dado ahora su voto lo han hecho no porque estén de acuerdo con sus ideas y propuestas, sino para cerrar el paso al avance de la extrema derecha. El comportamiento electoral de este sector en junio es una incógnita, y serán estos votantes quienes decidan con qué mayoría tendrá que gobernar.

La tarea que debe emprender Macron es de calado. Desde sacar a Francia de su estancamiento económico hasta recomponer las divisiones sociales. A diferencia de otros países europeos, ningún presidente en Francia se ha atrevido a poner en marcha las reformas necesarias para superar la parálisis. Las medidas que propone el presidente electo serán dolorosas y se encontrará con la oposición frontal de la extrema derecha y la extrema izquierda. Su centrismo radical pasará entonces el examen de los hechos.

Esta victoria también da un respiro a Europa, que sufre la más profunda crisis de sus sesenta años de historia. El futuro del proyecto europeo ha colgado del hilo de estas elecciones, por eso ha sido incomprensible la actitud de la izquierda de Jean-Luc Mélenchon de apelar a frenar a Le Pen sin votar a Macron, una opción imposible. Primero fue la derrota de la extrema derecha en Holanda y ahora, en Francia. Se pueden ver los resultados como una señal de retroceso del populismo en la Unión Europea, pero no hay que llevarse a engaño. Mientras permanezcan las causas que dieron origen a la desconfianza en Europa, el peligro seguirá. En este sentido, Macron tiene una gran responsabilidad. Europa necesita una Francia fuerte que haga de contrapeso y al mismo tiempo colabore con Alemania y sea solidaria con los demás países.