En este gran país llamado España, si eres un facha y te matan nadie moverá un dedo por ti. Cómo van a hacerlo, si eres facha. En el registro verbal de no poca gente, un puto facha. Si te lo merecías. Por ser un facha. Por supuesto no habrá manifestaciones, no habrá protestas de nadie. Si fueras una mujer, todos los jerarcas del feminismo patrio --o matrio-- saldrían en mensajes llameantes entre las redes varias, condenando las lacras del hetero patriarcado. Si fueras una lesbiana, lo mismo y duplicado. Si eres gay, no te voy a contar. Y si fueras un militante de izquierda y además escribieras versos, claros o no, harían documentales sobre ti. Eso seguro. Y tu nombre y tu rostro ilustrarían muros al salir de las ciudades, cuando la vía del tren se sumerge hacia la inmensidad de los campos abiertos. Pero si eres un puto facha, amigo mío --o ni siquiera facha: si eres solamente sospechoso de serlo--, ay, entonces has caído porque te lo merecías. Pienso en Ernest Hemingway y en la cita de John Donne que abre su primera novela española: «La muerte de cualquier hombre me disminuye porque estoy ligado a la humanidad; por consiguiente nunca hagas preguntar por quién doblan las campanas: doblan por ti». Pero claro, la nueva progresía piensa que Ernest Hemingway también era un facha, porque le gustaban los toros, cazaba leones en África y presumía de ello, fue el padre internacional de los Sanfermines --para estos radicales, casi un violador encubierto-- y sus narraciones estaban regadas de vino y testosterona. Y de John Donne y su luz metafísica para qué vamos a hablar. Pero también podríamos traer a Bertolt Brecht, otro santo crepuscular de la izquierda democrática que esta nueva izquierda, más partidaria de la barricada y las ejecuciones sumarias, tampoco conoce: «Primero se llevaron a los judíos, / pero como yo no era judío, no me importó. / Después se llevaron a los comunistas, / pero como yo no era comunista, tampoco me importó. / Luego se llevaron a los obreros, / pero como yo no era obrero, tampoco me importó. / Mas tarde se llevaron a los intelectuales, / pero como yo no era intelectual, tampoco me importó. / Después siguieron con los curas, / pero como yo no era cura, tampoco me importó. / Ahora vienen por mí, pero es demasiado tarde». Perdón por la larga cita, pero venía al pelo. En Zaragoza vinieron a por un facha, aparente o no, y a nadie le ha importado.

Creo en la presunción de inocencia por encima de todo: de las evidencias aparentes y las condenas sociales. Pero creo a rajatabla: lo mismo para los integrantes de La Manada que para Rodrigo Lanza Huidobro, el presunto asesino de Víctor Láinez y uno de los protagonistas de Ciutat Morta, el documental de Xavier Artigas y Xapo Ortega sobre el caso 4F, que acabó con el suicidio lamentable de Patricia Heras, que tenía unos poemas rasgadores de fragilidad y de nervio, de luz y carne viva. Creo en la presunción de inocencia aunque, en el comienzo del documental, Rodrigo Lanza admitiera que «Yo busco venganza, yo lo tengo claro. La justicia para mí ha perdido sentido y yo me voy a vengar de todo esto. No sé cómo, no sé si violentamente, no me refiero a una venganza del vengador enmascarado, pero sí para volver a sentirme bien y decir que he logrado algo de equilibrio». Creo en la presunción de inocencia aunque Rodrigo Lanza fuera condenado entonces a cuatro años y medio de prisión por dejar tetrapléjico de una pedrada a un guardia urbano de Barcelona, sentencia cuestionada por el documental, mediante la tesis del montaje de la Guardia Urbana.

Creo en la presunción de inocencia aunque la autopsia del cadáver de Víctor Láinez, según el auto de Natividad Rapun, titular del Juzgado de Instrucción número 6 de Zaragoza, pruebe que murió de las patadas que recibió en la cara, cuando ya estaba en el suelo, y que fue golpeado «por la espalda sin posibilidad alguna de defensa y utilizando al efecto un objeto lo suficientemente contundente como para provocarle una fractura ósea», y aunque varios testigos aseguren que Rodrigo Lanza agredió a Víctor Láinez por llevar «unos tirantes con la bandera de España». De la supuesta arma blanca que, solo según Lanza, portaba Láinez, nunca más se ha sabido.

Creo en la presunción de inocencia, y también en el derecho a que cualquiera pueda tomarse una copa sin que nadie le parta la crisma por el color de sus tirantes. No creo en el silencio que ha seguido a su muerte. Porque ese mismo odio regresará a por ti, a por todos nosotros, pero ya será tarde.

* Escritor