Declaro, de entrada, que no amo los viajes. Soy un tipo muy raro, sí. Lo reconozco. A más de un noventa por ciento del país le encanta viajar e ir de un sitio para otro; si puede ser, casi siempre al extranjero. A mis familiares, a mis conocidos, a los amigos más próximos que tengo, les hechiza recorrer paisajes exóticos, visitar monumentos de arcana e insólita belleza, pisar ciudades lejanas e increíbles a las que a mí nunca se me ocurriría acudir ni aunque alguien pagase mi desplazamiento. Quienes me conocen saben que es así: he perdido viajes, sin duda importantísimos para otras personas, a Guadalajara --México--, Cuba, o China, y he llegado a tener mala conciencia a posteriori por no haber aceptado varias invitaciones, para mí ciertamente nada tentadoras. Siento a veces que soy un desagradecido por no haber cumplido con las expectativas de algunas personas que aprecio y, en su día, intentaron obsequiarme con viajes muy enjundiosos que, quizá, rechacé debido a mi torpeza. Ya dije de entrada que soy un tipo extraño.

Como rara excepción, sí es verdad que hace ahora un lustro realicé un viaje que no logré evitar, por cuestiones poéticas, a los Países Bálticos. Y he de reconocer, aunque me duela, que la experiencia fue grata y provechosa. No obstante, a pesar de que fue un viaje especial, no sabría decir si hoy lo repetiría. Al contrario de lo que le ocurre a todo el mundo, la citada experiencia --que duró apenas seis días-- no me hizo más culto, ni más libre o abierto de lo que era en esencia antes del viaje. Creo que la cultura y la sensibilidad acerca del arte, la música o las letras, no tiene tanto que ver con los viajes como con el carácter que cada cual posee. He visto llorar de emoción y conmoverse a un pastor de mi tierra ante un purpúreo atardecer o santiguarse mirando un arco iris, mientras gente muy culta, viajera e inteligente, en idénticas situaciones han preferido sencillamente mirar para otro lado. Los mejores lectores y escritores de poesía que he conocido los he visto en mi tierra: el viejo hortelano que acaricia con ternura la luz de un almendro en el amanecer de marzo o el fiel labrador que pasa conmovido ante un mar de centeno movido por la brisa con los ojos empañados por un velo de lágrimas. En esos pequeños gestos campesinos puede haber más poesía y sensibilidad que en alguien que ha recorrido medio mundo y lo ha hecho por moda o pura presunción, ya que el viajar hoy distingue y da prestigio a quienes lo hacen con singular frecuencia. Por eso un viaje no siempre ensancha los caminos polvorientos y profundos de nuestro corazón, ni expande tampoco las estancias de la mente, si previamente, antes de realizarlo, quien hace el desplazamiento a la ciudad de un país muy lejano o marcha de safari tiene cerrada la luz de sus entrañas y es un tipo insensible, ególatra y soberbio. Dirigentes de banco, políticos insignes, miembros del inhumano y gris Club Bilderberg, financieros corruptos, solemnes diplomáticos, o eminentes figuras de las élites económicas que manejan los hilos de nuestra sociedad, se pasan la vida viajando y, sin embargo, casi todos son zafios, vulgares y repelentes, pues no sienten empatía por los seres desvalidos y la cultura para ellos es pisotear la dignidad luminosa de los frágiles. De modo que ese concepto manoseado de que viajar nos hace más sensibles no siempre coincide con la realidad, como queda bien claro en lo expuesto anteriormente.

Conozco a personas que hipotecan su existencia para viajar más lejos que el vecino y colgar fieramente en sus muros de Instagram imágenes suyas obtenidas en decorados, exóticos y caros, que parecen de película. Hay quien hace viajes por necesidad, y hay quien los realiza huyendo de sí mismo, intentando toparse con su identidad a centenares o miles de kilómetros del lugar que patea y respira diariamente. En cambio, hay personas --entre las que yo me encuentro-- arraigadas a un paisaje, a un sitio, a una ciudad, donde hallan la luz que su alma necesita y entienden que el mundo, el espacio, es infinito, pero que, en el fondo, de una forma u otra, todos los lugares y paisajes se parecen. El dolor, la alegría, el miedo, la ternura, la felicidad, el odio, o el desprecio, son sentimientos que anidan en todas partes, árboles sueltos del bosque de la vida por el que a diario transitamos todos. Por eso me gusta viajar dentro de mí y desbrozar con la hoz de la ternura el fracaso y los miedos que cada día me cercan. Explorar el silencio, ir al centro de uno mismo, a mi modo de ver es el viaje más auténtico y, de alguna manera, también más necesario.

* Escritor