Cuando el viernes 27 de octubre vi por la televisión del Ampurdán una fiesta de bienvenida a la república catalana me dí cuenta de que había viajado ese fin de semana al lugar ideal para un periodista, sobre todo si era andaluz. Al mediodía, desde las terrazas de los bares del Tibidabo solo se contemplaba la belleza de Barcelona por las alturas y los hombros descubiertos de las turistas tomando cerveza con la Sagrada Familia a la izquierda. En las tapas, en el restaurante Lluerna, de una estrella Michelín, de Santa Coloma de Gramanet, saludamos a su alcaldesa, la socialista Nuria Parlón, que estaba allí después de las 15.27, hora de la proclamación de la república independiente. Como andaluz de familia catalana sentí que Santa Coloma era parte de mi historia, que se firmó con contundencia cuando en Can Ruti, el hospital universitario de la cercana Badalona, murió mi padre, por cuyas calles había deambulado y cuando no tenía ni los veinte años fui padrino de boda, por lo que lo del independentismo también me afectaba. Nos esperaba en Cornellá del Terri --de más de dos mil habitantes, el pueblo donde votó Puigdemont el 1 de octubre por no hacerlo en Sant Juliá de Ramis, donde está empadronado-- la masía donde se alojaron los técnicos de Juego de Tronos. En Bañolas, que tiene el lago natural más grande de la Península Ibérica, a pocos kilómetros de Cornellá del Terri, una carnicería exhibía el cartel «Hola nou pais» casi al lado de donde pasaba una manifestación indepe llena de niños, a la que los coches les tocaban sus bocinas y el supermercado Condis vendía sus productos a andaluces, catalanes, rumanos y árabes, ciudadanos todos iguales según la ética y el sentido común. El sábado 28, cuando Puigdemont almorzaba en un restaurante de Girona con su mujer, Marcela Topor, una rumana de 38 años, yo lo había hecho en Cornella del Terri, de la provincia de Girona, a cuyos bares salí para comprobar si estaban poniendo en sus teles la final del Mundial Sub-17 entre la Selección Española y la de Inglaterra en la que perdimos por 5-2. En el bar Carritx, dirigido por una polaca, estaba viéndolo el charnego Lucas, de origen extremeño, ya independentista y del Madrid. Al día siguiente, el domingo 29, su equipo perdió por 2-1 ante el Girona. El lunes Barcelona era lo de siempre, un cúmulo de turistas en la plaza de la catedral y casi cien cámaras de televisión en la Plaza de Sant Jaume, donde está el Ayuntamiento y el Palacio de la Generalitat con las banderas catalana y española.

La noche del viernes, cuando los pensamientos se relajan en fin de semana, y Rajoy había aplicado el 155, un familiar me confesó que la fractura catalana está en las casas, no en las manifestaciones ni en los supermercados.