Hace tiempo que siento vergüenza. Pongo la tele, veo las caras desesperadas de inmigrantes, de mujeres embarazadas con angelitos negros en los brazos, veo a políticos haciéndose fotos con ellos, escucho reproches y mercadeo entre gobiernos de Europa: «que te los quedes tú, que no, que no los quiero, para ti, a ver dónde los meto...» y la cabeza se me va. Me entran ganas de invadir Bruselas y sacar de sus despachos a los que trabajan en la agencia del Frontex.

Hace quince años, viajé a Senegal. Fuimos un grupo para ofrecer funciones de teatro a los niños de un pequeño pueblo al sur, cerca de la frontera con Guinea, donde había un conflicto armado separatista. Viajé asustada, pensaba que me dirigía a un mundo incivilizado y rudo. Sin embargo, África me conquistó. Me pasé quince días sin mirar el reloj, sin espejos que me recordaran mi cara a cada paso, me concentré en la gente, me despertaba riendo, comiendo mangos recién arrancados de los árboles, haciendo fotos a esas caras guapas que me sonreían al ver la cámara, rodeada de niños que me acariciaban la piel o se plantaban a mi lado para trenzarme el pelo. No hablábamos el mismo idioma, ni falta que hacía. Aquella gente pobre que, ignorante de mí, había imaginado incivilizada, me abrió las puertas de su casa para invitarme a comer lo que tenían. Qué bien sabía el arroz que preparaban todos juntos. Un día, me presentaron al rey del poblado, un señor vestido de rojo que me dio la mano y la bienvenida a su pueblo. Si alguna familia pasaba apuros, podía llevar al rey un canasto vacío y recogerlo al día siguiente lleno de arroz. No había mucho más. Cuando me monté en el avión de vuelta, lloré, consciente de que en África había sido feliz. Y que difícilmente lograría sentir en este mundo ese tipo de felicidad. Fuimos a ayudarles a ellos, pero fueron ellos los que nos ayudaron a sentir, a entender. Cuando veo cómo miles de personas dejan sus casas para venir a Europa, pienso en aquellos niños y me pregunto dónde habrán ido a parar los miles de millones de euros de ayuda humanitaria destinados durante años, en teoría, a hacer la vida de África más próspera, pienso en los gobiernos corruptos de aquí y de allí, incapaces de mejorar la vida de la gente pobre, y creo que tenemos lo que merecemos. Occidente se revuelve para no perder su estatus quo, quiere seguir tirando toneladas de comida a la basura mientras la gente se muere de hambre y de sed en el Sahel. Y cuando vienen a llamar a la puerta, les decimos que molestan. Nadie elige dónde nacer, se nace donde se nace. El mundo es de todos. ¿Quién decide quién cabe y quién no en un trozo de tierra? Si a Europa le queda algo de vergüenza, se pondrá las pilas para empezar a idear soluciones prácticas. Ojalá los anuncios no queden en mero postureo.