Leía hace poco las palabras de Miguel de Cervantes en Don Quijote de la Mancha, relacionadas con los padres y los hijos: «Los hijos, señor, son pedazos de las entrañas de sus padres, y, así, se han de querer, o buenos o malos que sean, como se quieren las almas que dan vida. A los padres toca el encaminarlos desde pequeños por los pasos de la virtud, de la buena crianza y de las buenas y cristianas costumbres, para que, cuando grandes, sean báculo de la vejez de sus padres y gloria de su posteridad; y en lo de forzarles que estudien esta o aquella ciencia, no lo tengo por acertado, aunque el persuadirles no será dañoso, y cuando no se ha de estudiar para pane lucrando, siendo tan venturoso el estudiante que le dio el cielo padres que se lo dejen, sería yo de parecer que le dejen seguir aquella ciencia a que más le vieren inclinado». Junto a estas palabras de Cervantes, que casi nos suenen a otro mundo, caía también en mis manos algo así como una «proclama reivindicativa» de una maestra, Eva María Romero, que así se llama, ante un grupo de sus colegas, a los que recordó que la misión del docente es instruir, educar, enseñar, y no «aguantar», que fue lo que le dijo un padre cuando la docente se quejó por el mal comportamiento de su hija. «Estoy hasta el gorro. Harta por el menosprecio hacia la labor de los maestros, por la sobreprotección de unos progenitores que quieren que sus hijos aprueben sin esfuerzo y sin sufrir, sin traumas, y en general, por cierta actitud social que glorifica a seres que presumen de su ignorancia y que valoran a un futbolista más que a una persona con estudios, respetuosa y educada». La profesora advierte que, en adelante, no volverá a callarse «por educación» ante los excesos, y que responderá en la misma forma en que se dirijan a ella. Quitando las generalizaciones, es cierto que el sentido común y la meritocracia han conocido mejores días. «Si el profesor pone tareas, es para amargarle la vida al chico», continúa diciendo la maestra en su proclama; si el estudiante está armando una batahola en clase, hay que contenerse y no expulsarlo porque lo punitivo es «antipedagógico», así que todos a aguantarse. Y de este modo, vamos temiendo siempre que chiquillos no suficientemente controlados en casa y dejados a su aire en el colegio, nos peguen un empujó en la calle, quizá sin intención pero sin disculparse; o que no se enteren de por qué es correcto cederle el asiento en el trasporte público a una septuagenaria. Finalmente, la maestra hace una llamada a la sociedad para que se dé cuenta de quiénes son los verdaderos protagonistas del cambio: los propios maestros. Y si se les arrincona, si no se les reconoce autoridad, a los chicos no les faltarán otros modelos, tristes ciberbufones, que hacen de la maldad «una virtud» a imitar. Las palabras de Cervantes sobre el papel de los padres y las de la maestra andaluza bien merecen una reflexión urgente, quizás, porque nos descubren algunas de las causas de lo que está ocurriendo.

* Sacerdote y periodista