Tengo yo un contacto en la prensa estadounidense, todo un experto en rastrear el subsuelo de la actualidad para encontrar las causas profundas de los titulares del día.

Este amiguete mío ha sabido a través de fuentes muy fiables la verdad sobre el caso Trump, una verdad que parece mentira pero que es tan real como el buen humor a todas horas de Luis Enrique.

Les cuento: hace poco más de una década el actual presidente de Estados Unidos empezó a notar que se le caía el pelo. En la ducha, en la almohada, en el coche. Un no parar alopécico que robaba el sueño al bueno de Donald. «Melania, mira qué pelambre en el cepillo. Me estoy quedando tieso» y Melania que no, bomboncito mío, que tú tienes ahí mata de pelo hasta que te mueras.

Por aquel entonces el magnate anaranjado era una persona abierta que disfrutaba a rabiar organizando clubs de lectura para niños de barrios marginales. Mi amigo ha conseguido fotos de un Trump medio calvo leyendo cuentos en medio de un círculo boquiabierto de hijos de inmigrantes latinos. Por aquel entonces el hoy responsable de exabruptos misóginos acudía como voluntario a un centro de atención a madres con problemas. ¿Qué pasó entonces?, se preguntarán. ¿Por qué se convirtió el buen samaritano en el ente lenguaraz que en nuestros días la lía parda en una rueda de prensa sí y en otra también? En pocas palabras: está poseído. Presa de un insufrible miedo a la calvicie, Trump viajó hasta Turquía para someterse a un trasplante capilar. Todo salió a la perfección. Ocho horas, cuatro mil folículos nuevos, cabeza vendada, antibióticos, dormir boca arriba. Y cabellera a estrenar. Sin embargo, ese fue el principio del fin del hombre solidario y comprometido con los más débiles. Cuando volvió de Turquía empezó a soltar por esa boquita todo tipo de barbaridades. Su cabeza parecía funcionar al revés. La clave está en el pelo, asegura mi amigo el megaperiodista. Los cabellos cambiados de sitio empezaron de inmediato a crecer a lo loco y a desactivar las neuronas de Trump como voraces comecocos. Al menos eso aseguran dos profesores de la Universidad de Kentucky Fried Chicken que se las apañaron para hacerle un par de pruebas al susodicho haciéndose pasar por asesores médicos. La clave está en el pelo, repite con documentación por delante mi amigo el audaz reportero. El informe de la clínica que ha obtenido gracias a un cuantioso soborno demuestra que a Trump no le pudieron injertar en la cabeza cabellos de la nuca, la zona donante más habitual. El doctor tuvo que recurrir a una parte más recóndita de la fisonomía del actual presidente de Estados Unidos (no quiero entrar en detalles para no pisarle el titular a mi amigo el americano). Eso explica el grado de testosterona verbal que derrocha. Tiene la cabeza invadida. No es broma. Escuchen al hombre pegado a ese pelo y lo comprobarán.

* Profesor del IES Galileo Galilei